Cuando reflexionamos acerca de qué es ciudadanía, quienes creemos en los ideales democráticos hacemos una conexión inmediata con el bien común y no podemos concebir un Estado que no tenga como misión fundamental su logro. La racionalidad es una clave importante: un Estado no puede tener paz con distanciamiento del bien común o abierta injusticia. Solamente los totalitarios son capaces de imponer la irracionalidad porque suprimen la disidencia o la protesta mediante métodos violentos. En otras palabras: la paz social se alcanza cuando un Estado funciona mediante normas y acciones que, de forma coherente, satisfacen las necesidades colectivas.
La historia de Guatemala ha sido violenta porque nunca se han logrado consensos básicos y los necesarios cambios estructurales para que el país pueda ser gobernado en función del bien común. Siempre han predominado los intereses: corporativos, de clase, de etnia y, en la última década, los inherentes a la criminalidad organizada. El Estado no representa a la ciudadanía, sino a intereses particulares. Desde esta visión, netamente irracional, se privatiza la institucionalidad porque funciona para proteger a ciertas personas, mientras desprotege a la mayoría. Además, pretende que esta mayoría acepte de manera sumisa la ausencia de oportunidades y sufra con resignación las injusticias. Se ve con recelo todo ejercicio ciudadano: las protestas, las propuestas políticas reformadoras, el periodismo de investigación que devela los abusos. Todo lo que pueda generar la capacidad ciudadana de recuperar el país para beneficio colectivo, se deslegitima y estigmatiza.
En su lucha por revertir la irracionalidad, el pueblo guatemalteco está urgido de liderazgos, pero cada intento de consolidarlos y lograr cambios significativos, se enfrenta con un abanico diverso de formatos represivos. Actualmente, se han normalizado mecanismos de criminalización mediante casos penales claramente ilegítimos, fabricados, sin sustento probatorio y con una acción judicial sesgada hasta límites de lo ridículo. Basta recordar los irrisorios argumentos de un caso tan significativo como el iniciado en contra de quienes se atrevieron a cuestionar la elección de rector en la USAC o los diversos casos de criminalización en contra del periodismo, como la campaña en contra de Prensa Comunitaria, o el más prominente en contra de José Rubén Zamora que ha provocado un unánime repudio internacional.
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En ese esquema represivo, de nada ha servido la existencia de la Corte de Constitucionalidad, cuya misión primordial es la preservación de las garantías constitucionales. Evidentemente, se trata de una estrategia de poder que rebasa los límites de la institucionalidad. Y este órgano ha mostrado su penetrabilidad por intereses ilegítimos y, por tanto, su irrelevancia.
En la búsqueda de liderazgos políticos virtuosos, el pueblo de Guatemala eligió en el año 2023 a Bernardo Arévalo. Se esperaba que el mandatario asumiera la verdad de los hechos: el país está sumido en una guerra por rescatar el Estado para que pueda servir al bien común. Se esperaba que, en medio de esta guerra, él gestionara el poder político, desde el Ejecutivo, para librar las batallas ineludibles. Desafortunadamente, el mandatario no ha asumido plenamente el liderazgo que se le confió. Y si bien logró disminuir el flujo de corrupción del erario, se ha negado a reaccionar en contra de los claros adversarios del pueblo, permitiéndoles denigrar, sin cortapisas, a muchos ciudadanos inocentes de los cargos espurios que los han llevado a la cárcel.
El dilema del pueblo de Guatemala que desea cambios es sentirse huérfano de líderes y no contar con herramientas efectivas para cambiar el destino de la Nación. En el año 2023, las organizaciones indígenas mostraron que podían ser un catalizador del legítimo poder popular capaz de poner límites al abuso. Ahora, se pretende calificar este ejercicio ciudadano como “terrorismo” y, con ello, desarticular el impulso colectivo que ha venido sosteniendo lo poco que queda de institucionalidad. Resulta evidente que la acción penal iniciada en contra de Luis Pacheco, Héctor Chaclán y otros miembros de la anterior Junta Directiva de los 48 cantones pretende amedrentar y, con ello, destruir la capacidad del pueblo de Guatemala para reaccionar frente a los ataques ilegítimos a su soberanía. Se trata de un paso más en dirección al autoritarismo.
Resulta un grave síntoma que la conformación del poder político en Guatemala esté permeado por grupos criminales, sin que haya una activa depuración a través de los órganos de control del Estado. Sin embargo, ni la investigación, ni el procesamiento en contra de actores corruptos o líderes de grupos delincuenciales tiene ninguna efectividad, pues son cotidianamente favorecidos en los tribunales, exonerados de toda culpa. ¿Qué racionalidad hay en el manejo del poder público cuando las personas honestas son incriminadas y los delincuentes son protegidos? ¿Se trata de una espuria privatización de la justicia en favor de los grupos criminales?
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La irracionalidad en el manejo del país ha provocado que la mayoría de guatemaltecos se sientan fuera de toda posibilidad de sobrevivir o desarrollarse. Las cifras de inmigración se han multiplicado, en la medida en que la pobreza y la ausencia de oportunidades no encuentran respuesta. A los grupos de poder económico parece no importarles una situación tal. Prefieren un país precario, entregado al crimen organizado que asumir la responsabilidad de generar prosperidad y apoyar los esfuerzos colectivos por el bien común. La razón que motiva su preferencia está en el trato subyacente que mantienen con la corrupción: un “dejar hacer y dejar pasar” que les permite manejar el país como si fuera su finca, sin ningún respeto a los intereses colectivos o medioambientales.
Sin la concurrencia de contrapoderes institucionales que puedan frenar el avance de los grupos corruptos y delincuenciales, queda exclusivamente en las manos del pueblo de Guatemala y su capacidad de organización frenar el avance de la destrucción y sostener la precaria democracia. Por esta razón atacan a la población. Por esta razón no podemos tolerarlo. Las acciones en contra del liderazgo indígena que logró hacer respetar el voto popular en el año 2023, responden a una clara estrategia de opresión. Sin liderazgo popular estamos condenados a caer en un autoritarismo abusivo y rapaz. Y, para el 2027, volver al control de candidaturas a la medida de los intereses de estas redes político - económico criminales. Y dejar encaminado un modelo basado en la persecución y en la sumisión al poder autoritario.
Debemos defender el inalienable derecho a manifestar y resistir de manera pacífica frente al abuso de poder. La soberanía corresponde al pueblo y no existe ningún poder más legítimo que el ciudadano. Debemos marcar un límite de manera contundente a las acciones de represión o resignarnos a la inevitabilidad de una dictadura que no tendrá ninguna virtud pues será liderada por organizaciones criminales cuya única finalidad es la corrupción de todo valor para lograr su ilimitado enriquecimiento.