A lo largo de nuestra historia, el proyecto de consolidar en Guatemala el ideal de una república democrática ha fracasado porque las élites (económicas y políticas) nunca lo han permitido. Por el contrario, desde la Colonia, hasta nuestros días, se consolidó una patria destinada a satisfacer intereses, preservar privilegios y asegurar impunidad para una pequeña minoría.
En los regímenes democráticos, la ciudadanía es un derecho, igual para todos y está garantizado por el Estado. En Guatemala es un enunciado vacío, pues las élites siempre hallan la manera de mantener una «democracia controlada» que solamente admite lo que están dispuestas a permitir. Cuando el ejercicio de la ciudadanía se vuelve incómodo, se activan los mecanismos de defensa para retomar el control.
Basta recordar lo acontecido con las investigaciones de la Comisión internacional contra la Corrupción (CICIG), al plantear procesos en contra de grandes empresarios por evasión fiscal y financiamiento electoral ilícito. O la más reciente elección de Bernardo Arévalo, un candidato que se les «coló». La respuesta, en ambos casos, fue la activación del «Pacto de corruptos» un mecanismo bien articulado de redes mafiosas, instaladas en núcleos clave de poder, capaces de obstaculizar cualquier avance en la deseada instauración de la república democrática y de su corolario que es el bien común.
Esta estructura de poder anquilosada no permite cambios reales. La permanente injerencia de redes de poder corporativo y patrimonial, hace que el Estado no represente a la ciudadanía. No son funcionarios quienes ocupan los puestos de gobierno, sino operadores. No son partidos políticos los que disputan las elecciones, sino maquinarias de cooptación del erario, vacíos de ideología, que se apoderan de las funciones públicas. No llegan los mejores, sino los más adecuados para el trabajo que les toca realizar: operar intereses de los grupos que los controlan.
Este corporativismo patrimonialista, implica un control privado de los recursos del Estado, utilizando estructuras de apariencia institucional para consolidar su poder y limitar la participación de otros sectores. Un ejemplo de esta desmedida influencia es la inclusión de las cámaras empresariales en el diseño de las políticas públicas. Al respecto, Plaza Pública realizó el análisis de al menos 58 instancias dentro del Estado en los empresarios tienen voz y voto. Y esto solamente se refiere a influencia institucional. También existen mecanismos no institucionales que permiten a las élites económicas ejercer presión e influencia para mantener el Estado «bajo control».
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El mismo patrón se ha extendido a otros grupos de poder a los que las leyes les han concedido una desmedida influencia tales como el Colegio de Abogados o la Universidad de San Carlos. La lógica general mediante la cual se maneja el Estado, ha logrado la cooptación de estas instituciones y, con ello, ha asegurado la corrupción en la selección de los funcionarios del sistema de justicia, pieza clave para conservar el privilegio de la impunidad.
Bajo la misma lógica, las elecciones de alcaldes y diputados se empañan de un clientelismo que no permite el avance de ninguna política pública y que, en los últimos años, presenta abusos descarados. Basta analizar la manera en que los diputados atienden los asuntos solamente cuando existen beneficios patrimoniales personales, no existe una agenda legislativa y ganan sueldos que son un insulto. Los alcaldes no resuelven ninguno de los problemas de los municipios e inclusive se dan el lujo de socavar los esfuerzos para implementar las más razonables medidas tales como el manejo de la basura, la regulación del territorio, o la preservación del agua. Todos estos funcionarios operan en favor de intereses personales o privados y nunca en atención al bien común.
El corporativismo patrimonialista ha hecho del Estado un ente ineficiente, fragmentado, infectado de corrupción estructural y sin más norte que procurar el beneficio de quienes lo destruyen desde dentro, a cambio de asegurar a las élites económicas un «dejar hacer y un dejar pasar» impune. Por esta razón, en pleno siglo XXI, Guatemala sigue siendo un país abierto a la más salvaje depredación de sus recursos y explotación de sus habitantes que solamente encuentran un derrotero viable: la migración.
Frente a esta realidad, la ciudadanía se siente impotente y confundida. Urgida de liderazgos políticos que logren romper el imponente muro de la historia y ganar una batalla que está desde el inicio planteada: contar con un Estado dedicado al bien común.
¿Pero qué es el bien común?
Para empezar, se trata del ejercicio racional del poder político, dedicado a diseñar y poner en marcha políticas públicas que resuelvan los problemas de la ciudadanía, con probidad y calidad del gasto. La ciudad de Guatemala es un claro ejemplo de la ausencia de políticas públicas y el desgobierno. En lugar de resolver los problemas críticos que nos aquejan, las autoridades municipales se dedican a apuntalar los negocios inmobiliarios, sin que les importe el caos diario que sufren los millones de habitantes de la ciudad.
Además de resolver los problemas, se debe planificar para el desarrollo sostenible, centrado en lo humano. Esto implica servicios públicos de calidad (salud, educación, transporte); manejo del territorio y protección de los recursos naturales (sostenibilidad y seguridad alimentaria). Pero sobre todo, implica la regulación del capital y de la propiedad privada. Ni el capital, ni la propiedad privada pueden estar por encima del bien común y de la racionalidad en el uso de los recursos naturales. Afirmar lo contrario es asegurar la eventual destrucción de la vida y la inviabilidad del país.
El logro del bien común también implica el acceso a los bienes de la democracia: justicia, garantía de los derechos ciudadanos, respeto a los derechos humanos y seguridad pública.
Esta apretada enumeración es lo más básico que deberíamos exigir a los funcionarios que ocupan puestos públicos. Y medir la eficiencia de cada uno de ellos con esta vara. Pero el bien común no se agota en estos presupuestos. Tampoco puede quedarse estático. Precisa del ejercicio de una ciudadanía activa y participativa. Implica que empecemos a valorar lo público y los intereses colectivos. Desentronizar la idea de que el derecho del más fuerte debe prevalecer, deslegitimar las lógicas corporativistas y clientelares. Es decir, se trata de hacer el esfuerzo por cambiar la cultura porque no existe posibilidad para la democracia sin una ciudadanía convencida de la superioridad del bien común.
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La sociedad debe debatir qué es el bien común para cada situación y cuáles son las medidas que lograrán conducirnos a su logro en cada etapa, porque, aunque procurarlo es una obligación de los funcionarios públicos que elegimos y de los liderazgos políticos, también es un trabajo colectivo, pues se trata de una cuestión que debe estar en permanente debate y sometido a la auditoría social.
Entonces, debemos educarnos para exigir el bien común. Abrir espacios de diálogo, tener capacidad de incidencia y de construir alianzas. Reclamar, oponerse al abuso y, sobre todo, exigir de la institucionalidad del Estado mecanismos de democracia participativa: transparencia, cabildos abiertos, consultas comunitarias, hacer uso de las iniciativas de ley en el Congreso e impulsar el consenso alrededor de una agenda de país.
En tiempos tan complejos hay que articular la esperanza en acciones que puedan devolver el poder a la ciudadanía. Aterrizar un concepto que hasta hoy ha sido borroso como el de bien común, puede ser la clave que nos guíe en la batalla histórica de recuperar el país para beneficio de la mayoría.