La investigación científica médica ha alcanzado metodologías cada vez más sofisticadas, al punto de que, en la actualidad, nos acercamos a algunas verdades casi absolutas. Una de ellas es el impacto positivo e incuestionable de las vacunas en la salud humana.
De forma general, una vacuna es una formulación de diminutas partículas biológicas que, al entrar en contacto con el ser humano, activan su sistema inmune, protegiéndolo de infecciones y padecimientos graves.
Según la Organización Mundial de la Salud (2023), la vacunación previene anualmente entre cuatro y cinco millones de muertes por enfermedades como la difteria, el tétanos, la tos ferina, la influenza y el sarampión.
Cada vacuna disponible ha pasado por rigurosas fases de desarrollo y evaluación antes de su aprobación para uso público, en cumplimiento de estándares establecidos por instituciones nacionales e internacionales. Este proceso impide que una vacuna sea distribuida o comercializada en un país si no cuenta con evidencia científica suficiente que demuestre su rotundo beneficio para el ser humano.
 
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A pesar de la solidez de la evidencia científica, el discurso antivacunas ha ganado espacio mediático y político en diversas latitudes. Cada vez es más frecuente escuchar afirmaciones que contravienen el uso de vacunas. Esta tendencia, en Guatemala, parece haber sido importada de países como Estados Unidos, donde muchos miembros del dicho movimiento han logrado espacios políticos que aprovechan para difundir mensajes de desconfianza e incertidumbre.
El Informe de la OPS (2022) sobre desinformación en salud advierte que los mensajes antivacunas reducen la cobertura de inmunización y exponen a comunidades enteras a brotes prevenibles.
Si la población contara con una comprensión suficiente del método científico y de los estudios que respaldan las vacunas, el antivacunismo se reduciría considerablemente, persistiendo solo entre quienes se apoyan en creencias personales antes que en evidencia. Recordemos que la ciencia opera sobre la observación, la verificación y la reproducibilidad.
Las vacunas no son una cuestión de creer o no creer. No es necesario creer en la lluvia, el sol o la brisa. Son realidades tangibles y contundentes. De la misma manera, los efectos positivos de las vacunas —la reducción de la mortalidad y de enfermedades graves— se reflejan con solidez en innumerables estudios científicos revisados. Negar esta realidad equivale a negar los fundamentos mismos de la ciencia moderna.
Las vacunas son una intervención efectiva para reducir muertes y enfermedades; además, disminuyen los costos para los sistemas de salud y los bolsillos particulares. Imagine todo el dinero que podría ahorrarse si se evitara contraer cáncer de cérvix secundario a la infección por el Virus del Papiloma Humano, prevenible mediante la vacunación. El Banco Mundial (2021) estima que cada dólar invertido en vacunación genera un retorno económico de hasta dieciséis dólares en productividad y ahorro sanitario.
No todas las vacunas son completamente inocuas. Quizá muchos de los argumentos del movimiento antivacunas perderían fuerza si partiéramos del hecho de que la vacunación es una intervención costo-beneficio: los efectos secundarios, generalmente leves, son superados de forma abrumadora por los beneficios, que van desde prevenir infecciones potencialmente mortales hasta reducir la frecuencia de hospitalizaciones por complicaciones graves.
Guatemala enfrenta una dualidad en los movimientos antivacunas. Por un lado, existe un antivacunismo occidentalizado, presente en sectores urbanos y de mayor poder adquisitivo, influido por corrientes ideológicas extranjeras. Por otro, un antivacunismo cultural, enraizado en concepciones ancestrales del proceso salud-enfermedad. Ambos fenómenos, aunque distintos en origen, coinciden en su efecto: erosionar la confianza en una de las herramientas más efectivas de la historia médica.
Superar estos desafíos requiere más que campañas de vacunación. Implica educación científica, diálogo intercultural y comunicación empática que reconozca las creencias locales sin renunciar al rigor de la evidencia. Las vacunas no son símbolos ideológicos, sino expresiones del conocimiento humano aplicado al bien común. Negarlas es negar el progreso y el derecho colectivo a una vida más larga, sana y justa.
 
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