Como médico en atención prehospitalaria, me hago esta pregunta recurrente: ¿Qué sucede cuando un paciente, críticamente enfermo, quien necesita atención hospitalaria inmediata, sufre una demora en su llegada al centro asistencial? La respuesta es sencilla, pero dolorosa: ese paciente tiene menos probabilidades de sobrevivir.
En Guatemala, la mayoría de los traslados de emergencia se concentran en áreas urbanas, donde las condiciones como accidentes de tránsito, eventos cardiovasculares agudos y complicaciones metabólicas representan una parte significativa de las intervenciones prehospitalarias [1]. Cada minuto que transcurre entre el evento y la llegada al hospital incide directamente en el pronóstico del paciente. En el caso de un infarto agudo al miocardio, por ejemplo, la tasa de mortalidad se incrementa en un 7.5 % por cada 30 minutos de retraso en el tratamiento [2].
Quienes nos dedicamos a esta labor —paramédicos, bomberos, personal de enfemería, médicos y técnicos en urgencias— hacemos todo lo posible por evitar que el paciente muera en el trayecto. Pero muchas veces el principal obstáculo no es clínico: es el caos vehicular.
Una adecuada cultura vial es tan importante como donar sangre o conocer primeros auxilios. Permitir el paso a una unidad de emergencia con sirena y luces encendidas salva vidas. No es un favor, es un deber. Pero también es cierto que esto no siempre depende de la voluntad del conductor: el diseño vial de la Ciudad de Guatemala, la falta de espacios de evasión y el colapso estructural del tránsito urbano nos condenan a perder valiosos minutos.
Basta con imaginar una ambulancia atrapada en la zona 10 en plena hora pico, o en arterias como Calzada Roosevelt, San Juan o Calzada La Paz. A veces, el conductor de un vehículo particular quisiera hacerse a un lado, pero simplemente no hay para dónde moverse. La ambulancia queda inmóvil entre cientos de autos, mientras un paciente lucha por su vida en la camilla.
Ahora bien, sé que hay quienes dudan. Algunas personas se preguntan si todas las ambulancias usan luces y sirena solo cuando es estrictamente necesario. El escepticismo ciudadano ha crecido ante los rumores de abusos por parte de algunos servicios, tanto municipales como privados. Se ha vuelto común oír que hay ambulancias que utilizan estos recursos para abrirse paso incluso sin una emergencia real.
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Este es un tema delicado. No puedo garantizar que cada ambulancia actúe con absoluta ética en cada traslado. Pero puedo afirmar con certeza que, en la gran mayoría de los casos, la sirena se enciende porque hay un ser humano en peligro real. Y si me preguntan qué es preferible: ceder el paso a una ambulancia que podría ir vacía, o negárselo a una que lleva a tu madre, tu hijo o tu pareja debatiéndose entre la vida y la muerte, la respuesta debería ser obvia.
En Guatemala, la Ley de Tránsito (Decreto 132-96) y su reglamento reconocen a los vehículos de emergencia como aquellos que tienen prioridad de paso siempre que estén identificados y en servicio urgente. No se hace distinción entre ambulancias públicas o privadas. Lo que importa es que estén rotuladas, con luces y sirena activas, y que actúen en función de una emergencia. Negarles el paso, además de insensible, es ilegal.
El personal de una ambulancia no enciende luces ni sirenas por capricho. Sabemos que su uso tiene consecuencias: aumenta el riesgo de accidentes, genera ansiedad en la vía y llama la atención de todos. Cada vez que lo hacemos, nos enfrentamos también al juicio público. Pero nuestra prioridad no es evitar comentarios: es salvar vidas.
Claro está, la solución no es solo individual. No basta con pedir cortesía o empatía. Urge una revisión profunda de la infraestructura urbana, los protocolos de circulación y los hábitos ciudadanos. Necesitamos carriles preferenciales para emergencias, educación vial en escuelas y campañas constantes de concienciación. Urge que el sistema de tránsito deje de ser un enemigo de la salud pública.
Además, las consecuencias del tráfico no son solo estructurales, también son fisiológicas. El estrés crónico, al que se expone diariamente el conductor urbano guatemalteco, se asocia a un mayor riesgo de enfermedades como hipertensión, diabetes tipo 2 y ansiedad generalizada [3]. Y como si eso no fuera suficiente, también retrasa la atención de víctimas de colisiones o descompensaciones médicas, agravando su estado y reduciendo sus posibilidades de recuperación.
No podemos seguir naturalizando esta situación. La demora en un traslado de emergencia no es una fatalidad inevitable. Es un síntoma del desinterés colectivo por la vida del otro. Y mientras no lo atendamos, seguiremos perdiendo lo más valioso en el trayecto: el tiempo. Y con él, vidas.
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[1] https://es.scribd.com/document/621966172/Modelo-SUME-19-7-MSPAS-Entregable
[2] https://cardiologyres.org/index.php/Cardiologyres/article/view/1175/1147?utm_source=chatgpt.com
[3] https://iris.who.int/bitstream/handle/10665/276405/9789241514972-eng.pdf?utm_source=chatgpt.com
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