Quizá sean estertores de un proyecto fracasado. Urgidos de protegerse los golpistas, mientras más solos se quedan, menos pierden con lanzarse a cualquier absurdo destructivo que pasa por sus mentes. Eso explicaría iniciar procesos de retiro de antejuicio basados en opiniones dadas por diputados en ejercicio del cargo; algo plenamente protegido por la Constitución (Art. 161 b reformado).
Pero van más lejos, atacando a personas que han demostrado su valía ciudadana: docentes universitarios y estudiantes destacados que denunciaron la rectoría ilegal de la Universidad de San Carlos. Y rematan la bajeza cuando capturan (estrictamente secuestran) a Marcela Blanco, una joven profesional de 23 años, egresada de la Universidad Rafael Landívar, excandidata a diputada del Movimiento Semilla[1].
Más allá de las razones espurias de un MP al que no le interesa la lógica jurídica, conviene reflexionar sobre estas acciones en un marco histórico, social y económico más amplio.
Entender Guatemala exige recordar que su formación social parte de la invasión española y se reproduce desde entonces: nuestra sociedad se estructura en estamentos, donde el poder político se ejerce para maximizar la extracción de riqueza de las personas y de la naturaleza, para concentrarla en muy poca gente, y para minimizar que estos pocos deban devolver algo como inversión en la sociedad y la naturaleza.
Esa historia configura como hendidura fundamental en nuestra sociedad la separación entre indígenas, quienes construyen su identidad a partir de las culturas precolombinas, y mestizos que se piensan eurodescendientes. Sin discutir si esto es un conflicto de clases o étnico, baste apreciar que el racismo justifica y reproduce la extracción sin inversión, prácticamente diciendo que: «el indígena es pobre porque es indígena»; e igualmente «el pobre es pobre porque es indígena». Eso disfraza la extracción practicada contra la parte mayor de la población y torna difusa la exclusión que concreta la baja inversión en ella.
Ese es el núcleo de la pobreza y el hambre inerradicables, y también de la cultura mezquina de nuestras élites —que en el esquema racista llamamos criollos— y que reproducimos como aspiración en la clase media —que en el mismo esquema racista articulamos paulatinamente como identidad ladina–.
Contra dicho trasfondo el enemigo no es Bernardo Arévalo, aunque hoy se le persiga, sino los pueblos indígenas. Son estos quienes históricamente preocupan a la élite y sus operadores de gobierno, pues de su explotación sostenible depende la acumulación sin inversión. Conscientes de ello, este año los pueblos indígenas se han movilizado organizadamente para aprovechar una oportunidad coyuntural.
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Esta oportunidad es la fractura que hoy se presenta entre élites y clase media, entre criollos y ladinos. Su origen es económico, social y demográfico: crece la clase media, se hace más urbana y se sofistica, pero también se hace más indígena. Todo gracias a las remesas. Y quiere desarrollar un proyecto propio, más que conformarse con ser caja de resonancia de la élite.
Dicho distanciamiento clasemediero se manifestó entre los votantes de Semilla, la población urbana que históricamente servimos a las élites y que nos creímos el universalismo de las reglas del liberalismo democrático, indignados porque tales élites solo las acatan cuando les convienen.
Pero se manifiesta también en lo que caracteriza el mote clasista de la «rebelión de los Brayans»: otro segmento clasemediero, más nuevo en acceder al poder y el dinero, que habiendo hecho el trabajo sucio de las élites, hoy —enriquecido y empoderado— tampoco quiere ser comparsa. Sus antecesores son los oficiales del Ejército del siglo XX.
Así entendemos lo visto, dos fracciones de la clase media se enfrentan: la fracción «sucia» (los Brayans, desde Miguel Martínez hasta Rafael Curruchiche) persigue a la fracción «limpia» (Arévalo y Semilla, incluyendo a la gente que protesta contra la usurpación de la universidad).
A las élites les disgusta la autonomía de ambas. Denuestan a Semilla y Arévalo por no ser instrumentos dóciles, pero no señalan a los Brayans, aunque estos se extralimiten, porque aún esperan que neutralicen a Arévalo, confirmando que la desobediencia clasemediera termina mal. Confían en que —con ayuda de los EE. UU. y sus hasta aquí ineficaces sanciones— eventualmente podrán poner a los Brayans de vuelta en su lugar.
Mientras tanto, los indígenas, acostumbrados por necesidad al juego largo, mueven sus piezas y adelantan calladamente su posición en una confrontación más profunda.
[1] Para quienes no leen la descripción de autores en Plaza Pública: cabe señalar que soy militante del partido Movimiento Semilla.
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