En mi playlist suena por enésima vez N.I.B. (1969). Las miradas se entornan en el asiento de atrás. Mi hija menor busca sus audífonos. Me preparo para una jornada más de esos silencios adolescentes que podrían considerarse como pruebas de fortaleza psicológica, similares a las que sometían a los candidatos a espías durante la Guerra Fría. Desde el asiento de al lado, mi hija mayor pronuncia su sentencia para la jornada:
—El periódico dice que es el Día del Lobo. ¡Pudieron avisarnos con anticipación, para adoptar alguno! Además, anoche fue luna llena…
N.I.B. sigue sonando, y a continuación viene Fairies Wear Boots, mientras la Avenida de las Américas se convierte en la Reforma, y Ciudad de Guatemala ruge, tratando de mutar en la ciudad de la furia. Miro el reloj con la esperanza de llegar a tiempo a la escuela.
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Mi particular homenaje tras la muerte de Ozzy es escucharlo como siempre: maravillándome, como la primera vez hace algunas décadas, con los riffs de Iommi, que rompieron el concepto predominante de que el rock era pura psicodelia, demostrando que también podía ser tenebroso y oscuro. O con la fascinación que ejercía la guitarra de Randy Rhoads en Crazy Train, himno no convencional de lo que, en algún rincón del mundo, podría considerarse alegría.
Leo la columna publicada por un periodista ecuatoriano al que respeto profundamente, César Ricaurte, y me quedo con algunas de sus palabras:
«Ozzy fue muchas cosas. El desadaptado con dislexia que encontró en el grito una forma de sobrevivir.»
La muerte de Ozzy dejó muchas instantáneas. Algunos solo recordaron el incidente con el murciélago —quizá lo único en sus registros—. Otros, súbitamente, descubrieron que habían sido amamantados con metal y lloraron la ausencia del Príncipe de las Tinieblas, tratando de aprenderse alguna de sus canciones. Y no faltaron quienes hicieron vida el meme de «Ahora sé lo que sentían mis tías cuando murió Juan Gabriel», y cobraron su dolor en alcohol.
Ozzy tal vez no fue el mejor cantante de Sabbath, pero definitivamente fue el mayor frontman, el más importante de la historia del rock. Un tipo que supo vivir sus pasiones —incluyendo a un Aston Villa que lo idolatra— y sus excesos, de forma única. Con ellos, inspiró a una generación de almas perdidas que encontraron en el metal una forma de canalizar su ira en una actitud de desafío y cuestionamiento, capaz de lidiar con el fracaso y el olvido.
Ozzy no fue fugaz. Su legado —compuesto por su locura y su brillo— está aquí.
Al terminar estas líneas, escucho a Poppy. Una cantante con un nombre que no suena a metal, que viene de las profundidades de sonidos infinitamente más suaves, pero que ha emergido en las aguas del metalcore, gracias a una voz potente y una presencia en el escenario que definitivamente pertenecen a esta órbita. Su participación con Knocked Loose en Suffocate (2025) nos regala un sonido que recuerda que las razones para hacer y escuchar metal siguen aquí.
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