Resulta que si uno no maldice las pintas callejeras, pues ya de plano es uno un anarquista que ni se ha de lavar el culo y anda pateando chuchitos por el puro placer de la maldad. Si uno se identifica con la izquierda, hace mal en tener computadora o en ponerse corbata de vez en cuando. Si una chava se considera feminista, dios guarde y se pinta los labios, usa tacones o pone un pie en algún salón de belleza.
Traigo esto a colación, por el asunto de las pintas en el actual Ministerio de Gobernación durante (o pasadita) la marcha del 20 de octubre. Quién oyera a la mara, pareciera que del antiguo edificio de la policía apenas si quedaron las botas del guardia de la entrada. Lo que hubo, señores, fue varios zapatos tirados, algunos vidrios rotos de la planta baja y una que otra mancha de pintura roja que hoy, apenas una semana después, ya no están. Ojalá así se escandalizara el capitalino promedio por al menos una sola de las muchas aldeas arrasadas durante la guerra o, para no salirse de la comodidad de la capital, ojalá por lo menos alguna vez hablara sobre los horrores acaecidos en ese mismo edificio no hace ni 30 años.
Justo la semana pasada la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado por las masacres de Río Negro y, de eso, ni pío; ni una muestra de simpatía por parte de esas nobles almas que vaya si no aman la patria cuando se trata de gritarle ¡bochinchero! a algún estudiante adolescente que todavía no ha perdido la fe en luchar por lo que cree. Ah, pero por unos vidrios rotos, ahí sí chillan… Ni todos los participantes en la marcha del 20 de octubre le entraron al minidespelote, ni la palabra mini está de más para describirlo. No pasó nada.
Y no, no se trata de justificar ni promover el “vandalismo” pero si así quieren verlo, si me obligan a tomar “un lado”, pues ese tomo: estoy a favor de quienes se atreven a demostrar su rabia honestamente, sea espontáneo o planeado, tenga o no efectos mediáticos positivos. Me alegra que ellos no se crean Kardashians para estar pensando en todo momento en cómo los va a ver la prensa, en qué va a pensar de ellos la sociedad.
Nuestro sistema educativo, público o privado, se le vea por donde se le vea es una completa basura no reciclable –y todos lo sabemos, porque esa precisamente es la bandera de quienes están tanto a favor como en contra de la ciega reforma educativa que recién implantaron– pero aguas alguien no se comporte “bien educadito” porque ay, dios, vándalos de mierda, deberían demostrar su educación, y ay no, ellos son el futuro, jesús bendito a dónde va a parar y por eso estamos cómo estamos.
De pronto nadie se acuerda que ninguno de los tres Organismos del Estado y casi ninguna de las entidades descentralizadas o autónomas trata a la gente como gente. De pronto todos pasan por alto que los funcionarios públicos, incluyendo a los diputados, no nos representan en absoluto y apenas si lo fingen mediocremente cuando les conviene.
Aquí no importa qué tan en la miseria esté el país, no importa qué tan desnutridos estén los niños, qué tan vacías estén las bodegas de los hospitales, qué tan vendido esté el Congreso, qué tanto se regalen los recursos naturales (digo, los que no se huevean sin preguntar), qué tanto los procesos judiciales no caminen, qué tantos ciudadanos mueran asaltados en la calle, qué tanta mara no tenga trabajo o trabaje por un suelducho que apenas medio le alcanza para sobrevivir, qué tantas escuelas no tengan libros ni refacciones. No importa todo eso: aquí se espera que las manifestaciones sean limpiecitas y ordenadas, que no haya relajos ni afeen la ciudad. En un parque, donde no estorben, escribió literalmente la marrera Gloria Álvarez. De repente, mejor si es con tacuche fino y corbata, ¿no?
Lástima que en Guatemala la capacidad de indignarse no es tan grande ni tan poderosa como la necesidad de pretender estar indignado (desde casita, claro). Yo, por mi parte, reitero que le sigo apostando a la rabia. Y no para que la rabia sea lo único que exista (ciertamente no va a ser así), pero sí porque la rabia no solo es un sentimiento humano natural que no tiene por qué ser negado, sino porque es una consecuencia lógica e inevitable de este sistema carnicero, además de que su expresión es un derecho mínimo y, lo más importante: la rabia es un valioso activo político. Para mí que la rabia hay que aceptarla, disfrutarla y saber ejercerla.
No toda muestra de rabia es una invitación a la violencia y pensarlo así es, creo, un tanto pueril. Y cuando sí lo es, más valdría preguntarse antes de condenar cuáles fueron las motivaciones que llevaron a esa manera de expresar la frustración. Por supuesto que en el mundo ideal no habría gente pintarrajeando las paredes ni quebrando las ventanas de un edificio público, pero estamos lejos de ser una sociedad que siquiera se acerque a un ideal y prefiero, por mucho, gente con latas de pintura en la mano. ¡Como si no viviéramos peores cosas que “el bochinche”, vaya! ¿Que no se logra nada con las pintas? Tal vez no, aunque eso es discutible porque más de algo visibiliza el problema (aunque el primer instinto de los medios sea invisibilizarlo y dirigir la mirada a lo superficial), además de que la sola catarsis ciudadana tiene su propio valor.
Con lo que fijo no se logra nada es con no hacer nada, y eso, desgraciadamente, es lo que sigue eligiendo la mayoría, que prefiere ser “buen guatemalteco” y dejar el culo, como diría Arjona, entibiando la silla mientras lee Prensa Libre. Yo, aquí estoy, abrazando mi rabia y abrazando mi ternura, porque ambas son igual de válidas, porque a ambas tengo derecho y porque para ambas hay momentos.
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