Hugh Hefner y, por extensión, su Playboy —aunque la revista lleva prácticamente muerta un buen rato más que él— son, indudablemente, apéndices ineludibles de la cultura pop global. Por ello, de algún modo pareciera lógico celebrarlos casi automáticamente luego del fallecimiento del doncito este sin necesidad de meterle demasiado seso al asunto. Sin embargo, me parece que tomar esa vía es tremendamente errado. Hefner y Playboy, haya sido a propósito o no, se valieron del imaginario heteropatriarcalracistamisóginoneoliberal (a quienes creen que el acrónimo LGBTIQ se volvió muy largo los reto a repetir esto último tres veces a medianoche frente al espejo) para forjar un imperio basado no en la libertad sexual de las mujeres (como superficialmente podría pensarse), sino en la fantasía de la libertad sexual de las mujeres imaginada desde la fantasía y conveniencia del hombre más simplón posible. Desde la lógica del deseo masculino, Hefner objetivizó no solo el cuerpo femenino (las tetotas, la cinturita, las piernas largas, la piel perfecta, casi plastificada, todas tipo muñeca Barbie, preferiblemente rubias, claro), sino a las mujeres como mujeres, a las que redujo (porque para Hefner una sola no bastaba) a extensiones del brazo masculino tanto literal como metafóricamente. Bajo el argumento hipócrita del arte estético, de la discreción y del buen gusto, las mujeres en Playboy no mostraron nunca directamente los genitales (es decir, incluso la posibilidad de su placer individual quedaba invisibilizada[1] para permanecer como la chica de al lado con la que podría casarme, y no como una puta cualquiera), y la revista se limitó a mostrar maniquíes sonrientes pero quietos, que ven fijamente al lector (bromas, no es lector, sino masturbador), que luego se toquetea pensando en ella no como ser humano, sino como su sierva personal, como alguien que existe para complacerlo a él. Independientemente de que en todo sentido resultan siendo muchísimo más interesantes y honestos Larry Flint y su revista Hustler —la primera en mostrar abiertamente vaginas, erecciones y penetraciones (con lo que tampoco estoy haciendo una apología de la evidente misoginia que permea la industria porno, conste)—, la perversidad de Hefner, más de fondo que de forma, radica, creo, en la forma en que desvalorizó la lucha feminista valiéndose de ciertos aspectos útiles y descartando de tajo los que no, siempre en complacencia de ese mismo hombre simplón, su consumidor base. Me parecería errado analizar Playboy desde la óptica del feminismo de tercera generación —el actual, que, procurando ser abierto e inclusivo, aboga, entre otros postulados, por el hecho de que una mujer debe poder dedicarse libremente a lo que quiera, sea ejecutiva, monja, modelo, ama de casa o actriz porno—, pues, para cuando esta actual forma de entender el feminismo comenzó a expandirse, su revista ya estaba agonizante. El apogeo de la revista se dio, definitivamente, en plena lucha del feminismo de segunda era, ese cuyas metas más visibles eran la legalización del aborto, la planificación familiar mediante el acceso a anticonceptivos y la inclusión horizontal de la mujer en el espectro laboral convencional. De moldear a conveniencia esas lógicas del feminismo sesentero-setentero es de lo que Playboy se valió para convertirse en el imperio hegemónico —hasta mainstream— de un par de buenas tetas como propósito de vida: por un lado, aprovechando la llamada liberación femenina para poder plantear sin mayores problemas a una mujer desnuda que usa la píldora, quema su brasier y está dispuesta a coger con el lector sin sentirse culpable, pero que, por otro lado, tampoco cae en la indeseable actitud de protestar ni de abandonar al pobre hombre saliendo a trabajar, por lo que al mismo tiempo representa para él una opción segura y tradicional, apartada del cambio social con el que ese pobre señor calenturiento no sabe lidiar. No me cabe duda de que por esto mismo es que Hugh Hefner siguió hasta el final de sus días siendo un personaje considerado simpático y cuyo estilo de vida era (¿es?) considerado el sueño de cualquiera, aunque a todas luces fuera imposible que un octogenario pudiera complacer sexualmente a tantas veinteañeras. A sus mujeres, ya dizque liberadas sexualmente gracias al feminismo, las apartaba él a su antojo de las consecuencias indeseables del feminismo: las mantenía económicamente él, las encerraba en su casa él; ellas se vestían, se entaconaban, se peinaban, se maquillaban, se desnudaban, se enfiestaban y se besaban entre ellas en función de él, de sus deseos, de su privilegio y estatus como hombre protector, como proxeneta bonachón de chicas de pueblo cuyo sueño era de fama y fortuna (por llamarlo proxeneta, Hefner amenazaba con entablar demandas legales, por cierto). Quizá con su muerte —más que celebrarlo y envidiarlo— sería momento para recordar cuando en los sesenta Gloria Steinem se hizo pasar por conejita para comprender la operativa de Playboy o para preguntarse por qué, siendo una mujer tremendamente inteligente, Pamela Anderson nunca ha podido librarse de la etiqueta de acéfala tetona de póster o por qué Anna Nicole Smith —la playmate quintaesencial— nunca logró evadir el destino de muñequita vacía cazafortunas destinada a la tragedia.
[1] Y con esto no digo que la industria pornográfica como tal tenga por prioridad el orgasmo femenino, aunque ciertamente el placer de ellas sí que es un elemento que se utiliza abiertamente y la discusión sobre el porno podría ser interesante.
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