Con esa frase comenzó una conversación titulada Tecnología disruptiva para el desarrollo entre Rob Nail, CEO de Singularity University, y Jim Yong Kim, presidente del Banco Mundial. Hora y media de reflexión sobre la velocidad que imprime a la vida cotidiana el avance tecnológico.
Robótica, biotecnología, energía renovable: un mundo infinito de posibilidades de mejora en las que se encuentran trabajando miles de personas, tratando todos de encontrar respuestas innovadoras a problemas en campos tan variados como salud, educación, vialidad, infraestructura y agricultura.
El gran conector de todo esto, el gran acelerador del cambio: Internet, expresión más concreta de la conectividad en el mundo moderno, que hace viajar no solo bienes y servicios, sino también ideas y aspiraciones, referentes, experiencias en tiempo real. Posibilidades de progreso gigantescas, de la mano de fuentes igualmente inmensas de descontento y frustración.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la realidad de la inmensa mayoría de la gente: personas con preocupaciones mucho más primarias, más básicas, más elementales (comer, vestirse, tener para comprar un antidiarreico, llevar a los hijos a un pediatra, poder pagar un colegio privado y quizá, con mucha suerte, ahorrar un poco para la vejez)? A primera vista, muy poco.
Sin embargo, una vez que se asienta el polvo, el mensaje se aclara y se pueden encontrar algunos puntos de contacto entre esos dos poderosos mundos: el de la innovación y la abundancia totales y el de la escasez y la precariedad infinitas.
Si el mundo es en realidad así de dinámico y si la velocidad del dinamismo va en aumento —sobre todo en ciertos estratos privilegiados de población—, aumentan con ello la necesidad y la importancia de dar estabilidad a las personas, precisamente para que sean más adaptables a un mundo en constante cambio, para que puedan tomar mejores decisiones personales y familiares, para minimizar al máximo la posibilidad de que se equivoquen.
Y ese concepto que hoy se vislumbra como estabilidad para el cambio no es otra cosa que pensar en una nueva arquitectura de protección social y de democratización del cambio tecnológico.
Protección social que sea capaz de operar en diferentes niveles. Desde el muy elemental y primario hasta el ultrasofisticado. Y democratización del cambio tecnológico para asegurarnos de que los beneficios económicos y sociales de la innovación lleguen a la mayor cantidad de personas posible y de que la brecha entre ambos mundos sea lo más chica posible. ¿Por qué? Porque es en la distancia que hay entre ambos mundos extremos, el de la abundancia y el de la precariedad, donde reside la paz social y la gobernabilidad.
En tiempos como los actuales, cuando la cooperación y el flujo de ideas está en jaque, hace falta recuperar la capacidad de reconocer la complementariedad que existe entre el Gobierno y sus instituciones, que deben procurar como objetivo dar estabilidad total, y las personas y sus hogares, que son quienes viven en carne propia conceptos abstractos como bienestar y desarrollo.
Quiere decir no conformarse solamente con una insípida estabilidad macroeconómica, sino también invertir en la estabilidad microeconómica: la de las comunidades, la de los hogares, la de las personas.
¡Feliz inicio de año!
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