Se les conoce con ese nombre, municipios aislados, porque solamente se puede acceder a ellos navegando por los ríos o por un servicio de taxis aéreos: barcazas y pequeñas avionetas que siempre nos recuerdan cuán frágiles somos los seres humanos ante los elementos.
Llevarles obras de infraestructura es una tarea titánica. La logística es mayúscula. Hay que planificar el despacho de insumos durante los meses de lluvias torrenciales (de noviembre a abril, cuando sube el nivel de los ríos y es posible la navegación) y ejecutar la obra en los meses restantes. Permanente carrera contra el reloj inclemente de su ecosistema. Lluvias, ríos, aislamiento y diversidad cultural se combinan y dan vida a una dinámica social y a una arquitectura institucional muy particulares.
Condiciones que, por supuesto, también determinan el costo de llevar bienes, servicios e instituciones públicas. Uno de los ingenieros que trabaja en un proyecto de pavimentación e introducción de redes de agua y de sistemas de saneamiento me decía: «Un metro cúbico de brita [material para pavimentar] en Rio Branco [capital del estado] cuesta 160 reales. Ese mismo metro cúbico puesto en Marechal Thaumaturgo [uno de los municipios aislados] cuesta 1 000 reales».
Me revolvió la cabeza tan contundente número. Es indiscutible que el costo de reducir la pobreza rural es mucho mayor. Es un buen argumento a favor de la tesis de que a los pobres aislados es mejor moverlos, me comentaba un amigo.
Al principio me sonó como «a los pobres hay que acarrearlos para atenderlos». Sobre todo si se analiza desde la silla del policy maker de turno, que tiene —o al menos debería tener— en la cabeza como objetivo último mejorar las condiciones de vida de la mayor cantidad de personas posible con el menor presupuesto público posible. En este caso quiere decir que por los mismos 1 000 reales se compran cinco metros cúbicos de material para pavimentar un barrio pobre urbano, en vez de un solo metro cúbico para sacar del lodazal a aquellos otros pobres rurales.
Pero, después de pensarlo un poco más despacio, encontramos la inconsistencia del argumento del acarreo. Y es que ningún funcionario público estará dispuesto a comprarse el pleito de aumentar el nivel de pobreza urbana para bajar el nivel de pobreza rural. Porque a nadie le gusta que le lleguen a instalar en el lote de al lado un ejército de pobres. Pero además porque en la aglomeración se generan ruido, capacidad de movilización social y necesidad de cambio en las prioridades políticas.
Entonces, dado que la solución tampoco es la migración, lo que toca es asumir el costo real del desarrollo equitativo y dejar de llamarlo un costo mayor. Toca también reconocer que los mercados, al igual que la lógica que siguen las aglomeraciones humanas, nunca van a actuar buscando equidad y un crecimiento balanceado. Y como ambas cosas —equidad y crecimiento balanceado— son deseables en cualquier sociedad, eso es algo que debe procurarse de forma deliberada, inducirse. Y para eso se necesita un Estado fuerte y presente en todo el territorio, con instituciones y servidores públicos capaces de pensar estratégicamente.
Por supuesto, más fácil decirlo que hacerlo. Pero (también), por supuesto, si ni siquiera lo decimos, jamás lo haremos.
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