Estupenda invitación a la prudencia y al pensamiento crítico, aunque eso de pensar críticamente suela acarrear situaciones incómodas.
Hace algún tiempo, una agrupación de mujeres me invitó a ser comentarista de un foro sobre cuotas de participación política (en planillas de inscripción y postulación). Las organizadoras anticiparon que mi condición de mujer aseguraba per se un apoyo dogmático a la propuesta. Me di cuenta de ello cuando durante mi exposición, la sonrisa amable fue cediendo paso a la sorpresa y luego, a la contrariedad.
No me opuse a su idea, tampoco me proclamé a favor, simplemente agregué otros elementos a la reflexión pues no simpatizo con los dogmas ni los paradigmas, creo que el ser humano se marchita cuando decide abandonarse a verdades, modelos y fórmulas establecidas.
Así que, volviendo al tema de las cuotas de participación, mi punto fue el siguiente.
El principio de igualdad es de aplicación universal y de él se desprende el de no discriminación. Es innegable que aunque las normas reconocen este derecho, en la práctica infinidad de veces no se cumple, por eso es que los convenios internacionales admiten la adopción de medidas que garanticen su goce, como las acciones positivas, que pueden ser moderadas (de retribución, concienciación, incentivación) o, las llamadas de discriminación inversa, que crean cuotas reservadas para grupos específicos en ciertos espacios de participación social (empleos, universidades, parlamentos). Sus críticos aducen que estas no eliminan la discriminación sino la invierten.
En todo caso, antes de tomar la decisión de aplicar disposiciones de discriminación inversa es preciso averiguar, ¿Cuál es la fuente de la desigualdad? ¿Es el hecho mismo de ser mujer o indígena? Si la respuesta es Sí, entonces hay justificaciones objetivas y razonables para impulsarlas, estableciendo su temporalidad –mantenerlas solo mientras la situación se corrige– y, sometiéndolas a un estricto escrutinio estatal para evitar extender el mal que pretenden erradicar.
Pero además, hay otro factor que debe considerarse y es el Señor Dinero. Ahora, los cargos públicos y la ubicación en las planillas de postulación están a la venta y este señor no es para nada melindroso, por lo tanto, no hace distinciones de etnia ni género. Quien puede pagar, compra y punto. La solución en este caso debe apuntar a corregir las distorsiones que provoca el financiamiento privado (el mercado) y no a adoptar medidas de discriminación inversa que bien pueden extenderse a otros casos que van más allá de lo racial y el género.
También, debe atenderse a la realidad específica del país. En Guatemala, la insuficiente participación de la mujer e indígenas en política obedece, en buena medida, a factores culturales y a la ausencia de incentivos. Muchas no se involucran por real desinterés y rechazo; otras, porque no es aceptado o socialmente “correcto” que la mujer haga política; están también aquellas cuyos compromisos familiares y laborales se los impide y, quienes aun queriendo, no ven posibilidades reales de hacer carrera en un partido.
Esta y otra información es absolutamente necesaria, para prever el tino y la viabilidad práctica. ¿Es legítimo que los partidos forcen el ejercicio de un “derecho”? ¿Acaso no es esto contradictorio? ¿Podrían cumplir con una disposición de este tipo?
En cuanto al tema étnico, el padrón electoral no incluye esta clasificación ¿y entonces? Además, ¿Qué dicen los indígenas, mayas y garífunas de una medida de esta naturaleza? ¿Representa su legítimo pensar y sentir? ¿Se apega a sus prácticas, deseos y cosmovisión?
Es válido reclamar ¡Ahora me toca a mí!, pero me parece que la salida –siguiendo la reflexión de Mafalda–, es identificar el problema que subyace en la discriminación, para dirigir hacia ahí las soluciones, de lo contrario, perderemos el tiempo tocando la pared con la esperanza de transformarla en una puerta.
Más de este autor