Porque Ricardo tenía la curiosa manía de interrogar a la realidad con gran libertad intelectual y compromiso ético. Con una mayor inclinación por la moral quizás se hubiera transformado en un religioso. Y con un mayor desbalance en favor del conocimiento hubiera sido un gran académico. Pero Ricardo sabía que la verdad y la bondad son dos cosas indispensables y que inclinarse mucho por una, en beneficio de la otra, no era su verdadera vocación. Por eso no fue ni un excelso académico ni un devoto religioso. Prefirió, en cambio, ser un gran ser humano.
Acercarse a él implicaba arriesgarse a contraer una enfermedad contagiosa: la pasión por la verdad, por la justicia y por un enorme respeto y cariño hacia toda persona. Ricardo soñó con una Guatemala dónde todos y todas pudiéramos cumplir nuestros sueños. Pero en vez de refugiarse en un idealismo barato, Ricardo se planteó con seriedad el problema de cómo construir esa sociedad. Y promovió una Guatemala en dónde los empresarios surgieran de todas las comunidades y no solo de las familias más pudientes; en dónde los mayas participaran políticamente de manera activa (particularmente las mujeres mayas), y fueran un baluarte de la democracia y no las víctimas de un sistema neo-colonial absurdo en este siglo XXI; en dónde la memoria histórica fuera un espacio para reconocernos en nuestras debilidades pero también un instrumento para superar las lacras del pasado; y una Guatemala en que finalmente la seguridad y los derechos humanos se dieran la mano, construyendo un Estado de Derecho democrático en dónde todas y todos podamos encontrar respuestas a nuestras demandas de justicia.
Para construir esa Guatemala diferente, justa, humana y democrática, Ricardo convocaba a todo el mundo. No le sobraba nadie y por el contrario se empecinaba en que fuera la diversidad de nuestro país la que participara en la construcción de un futuro común. Ricardo, el Maestro, pasó horas escuchando y aprendiendo de todas las voces que conforman nuestro país: los indígenas, los campesinos, los empresarios, los políticos, los sindicalistas, los académicos. Con su gran sabiduría sabía encontrar en todas y todos una verdad transparente y necesaria. Y les pedía a todos que escucharan para aprender de la diversidad, así como él mismo lo hacía.
Trabajó en muchas instituciones. Y a todas les entregó su corazón y su pensamiento. Pero nada fue más suyo que la Fundación Soros de Guatemala. Allí cultivó muchos de sus mayores sueños, y cosechó varios de sus mejores frutos. La Fundación y Ricardo son dos historias que se entrelazan y que en momentos es imposible separar sin desfigurar el rostro de ambos. Años después de dejar su puesto como Director Ejecutivo, Ricardo siguió brindando perlas de sabiduría desde la Asamblea de la Fundación, marcando paso y dejando huella, como solo los grandes seres humanos saben hacerlo.
Ahora que Ricardo ya no nos acompaña físicamente, llegó el momento de volver imperecedero su legado ético e intelectual. Porque solo habrá Guatemala en el siglo XXI si la construimos desde el ángulo y el derrotero que Ricardo nos marcó: reconociendo y celebrando nuestra diversidad; incorporando a la democracia y al desarrollo a todas y todos los excluidos por siglos; promoviendo el desarrollo local y construyendo tejido comunitario y empresarial hasta la aldea más remota; permitiendo que el sistema de justicia también le responda a los pueblos indígenas, a los trabajadores, a los campesinos y a las mujeres; y sembrando y cosechando nuevos líderes, sobre todo mujeres, jóvenes e indígenas.
Gracias a Ricardo hoy sabemos que el mañana no debe ser visto como una amenaza apocalíptica, sino como una oportunidad para construir un mejor país y llegar a ser mejores seres humanos. Y en ese futuro, cuando lleguemos allí, tendremos que unir nuestras voces junto al espíritu de Ricardo, y repetir con alegría y convicción los versos de Mario Benedetti: “Al fin somos otros. Por suerte, somos otros”. Hasta siempre, querido Maestro.
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