Salgo de la oficina. Como todos los días, me dispongo a enfrentarme a la guerra. Mi arma, una bicicleta. Así le dice un amigo a esta manera de conducirse por las calles de la ciudad. Sin vías adecuadas para hacerlo, con conductores prendidos a la bocina, enfadados, temerarios, con el humo agresivo de las camionetas que sale expulsado por los escapes con total impunidad, con baches enormes, tragantes sin tapadera, motoristas que serpentean en el tráfico, etc. Si no lo es, casi se le parece.
Esa tarde vi como por la calle asomaba la parte delantera de una enorme suburban. Brillaba. Pintura negra y aros cromados. Enorme. Esos vehículos siembre me han dado miedo. El otro día, hablando con un columnista de este medio, me contaba que en su país la gente es un poco lenta de reacciones. Cuando hay un accidente o algo de eso, da tiempo hasta de reflexionar y preguntarse las razones del por qué está pasando lo que está pasando. Lo imaginé como en esas repeticiones de la televisión cuando transmiten un partido de futbol. Casi de esa manera vi a la suburban asomarse por la esquina.
Ya bastante acostumbrado a estas situaciones, suelo aminorar la velocidad cuando llego a un crucero en el que no hay semáforo y voy por la ruta del que lleva la vía. Eso me dio tiempo a frenar lo suficiente pero no lo necesario. La suburban también intentó frenar, pero era demasiado tarde. Y un corto estruendo. Un accidente que le llaman.
Me parece una verdadera irresponsabilidad llamarle de esa manera a una imprudencia. Es evidente que nadie quiere hacerle daño a alguien al conducir un vehículo. O eso es lo que sensatamente uno puede concluir. Pero con esa palabra intentamos reducir las culpas y la imprudencia humana en estos casos. Todos los accidentes suceden por una razón, y todas esas razones son evitables. Falta de mantenimiento, falta de pericia, distracciones, conductores alcoholizados, prisas que se traducen en velocidades poco recomendables, entre muchas otras más.
Después del choque y mi reacción de ponérmele justo enfrente, el conductor de la suburban me invitó a subirme. Que me llevaría a donde quisiera. Para que me revisara un médico y a reparar mi bicicleta. Y yo, con mi prejuicio capitalino a cuestas, pensé en que seguramente andaba armado. Así no pareciera ser una de esas invitaciones que uno no rechazaría. Un par de cuadras adelante, un mitin político se celebraba. Que llegara entonces, dijo. Me hice a un lado. Y se fue.
Casi puedo imaginar la escena dentro del carro: -Andá dejáme, le habrá dicho el diputado. -Y regresá a darle algo. Puras conjeturas mías. Cuando regresó le reclamé airadamente su imprudencia. No fueron justamente palabras corteses las que utilicé. No tengo esa capacidad que me pedía de tranquilizarme cuando estuvo cerca de causarme un daño mayor. Volvía y repetía que no me había visto. Yo miraba y le señalaba la calle ancha y sin ningún carro alrededor o algo que pudiera disminuir la visibilidad. Seguía enojado. Me ofreció dinero.
Le dije que esas cosas no se arreglan con dinero. Que me pudo haber matado, que debería tener más cuidado al manejar. Que fuera más responsable. Y dijo con la más absoluta serenidad: -Si te hubiera matado, hubiera apachado el clavo. Me quedé atónito. Me costó responderle en ese momento. Tuve que respirar profundamente y solo atiné a realizar un par de llamadas. Él también hizo las suyas.
Llegó la policía. Después de escucharnos, uno de ellos dijo que no podían hacer mucho. No podían decomisar nada, menos el carro. Lo mejor era ponernos de acuerdo y si no llegábamos a uno, entonces procedía una denuncia. Eso si yo quería. Y a esperar a que el Ministerio Público investigara. ¿Espero sentado?, pensé en responderle. Y que ya sabíamos cómo era eso. Me callé la pregunta. No era el único caso que tienen que investigar. Varios meses para llegar a algo, vaticinó. Puede que sea parte de lo que el conductor llamaba apachar el clavo. Tal vez ni siquiera hubiera tenido que hacer nada. Es decir, ¿cuál podría ser la importancia de un ciclista atropellado al lado de los tantos muertos en el país?
Ya en mi casa, me puse a reflexionar sobre el contenido de esa frase lapidaria. En las implicaciones de escuchárselo a un empleado estatal. El tipo está contratado como conductor en el Congreso de la República. Ese día, a las seis treinta de la tarde, llevaba al diputado presidente de la comisión a la que está asignado a una actividad proselitista. Las pocas respuestas que alcancé a esbozar no hicieron sino sumar a mi paranoia y desidia por el sistema. Cuando se lo conté a amigos y conocidos, varios me culparon. Por andar en bicicleta, coincidieron. Y otros dijeron que si hubiera muerto, por lo menos no habría sido cualquier carro. He tenido que volver a respirar profundamente.
Como recomendación, si se conducen en bicicleta por la ciudad, vayan armados con casco y con muchísima precaución. Será posible bajar la guardia cuando se construyan ciclovías y demás. Y a juzgar por la opinión que la mayoría tiene de la bicicleta como un medio alternativo de transporte y la de las autoridades responsables, ese día aún está bastante lejano.
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