Hace mucho perdí la esperanza de que la oligarquía chapina sea capaz de dirigir un proyecto viable de nación. No han importado algunas voces conservadoras, republicanas, de derechas, que exhortaron a esa clase social a alejarse del narco, de la cleptocracia o del insaciable apetito de acumulación que caracteriza a la élite depredadora que dirige a este país. Simplemente les importa poco o nada lo que les ocurra a las pobrerías. Su mirada patriarcal, racista, desveladamente anticomunista y religiosa les basta para justificarse entre pares.
En ese contexto, no nos hacen falta los errores que cometió el chavismo venezolano para joder al país porque este país ya está jodido. Nos hace falta alguien capaz de romper un sistema construido para que nada cambie y de iniciar una transformación, pues en Guatemala se acuestan sin cenar millones de niñas y de niños y la pobreza extrema ha aumentado sin parar en los últimos lustros.
Pero la élite depredadora, entre otras ventajas, tiene de su lado a la mayoría de las Iglesias. Por consiguiente, tiene también de su lado la ignorancia y el miedo. Esto debemos reconocerlo: es un éxito innegable de construcción de hegemonía junto a una capacidad inagotable para capturar el Estado vendiéndonos la idea de que este país es democrático cuando en realidad no lo es. De ahí mi idea de que esto no cambiará con un proyecto abanderando la moderación.
Para la mayoría de la población no hay libertades políticas porque no hay tiempo más que para sobrevivir. No hay comida en la mesa ni acceso a educación, a salud o a satisfactores materiales mínimos. No hay esperanza de que algo mejore, lo que provoca una migración constante, y no hay posibilidad de pensar en un cambio político, económico o social. En ese marco, la élite depredadora no va a renunciar a sus privilegios como no lo hizo en el pasado. La única forma de intentar salvarnos es mediante un proyecto político radical que logre aglutinar a amplios sectores apelando al hartazgo y a una esperanza de cambio que, para comenzar, debería quitar del camino a los verdugos de la democracia. Y confieso con desánimo que un proyecto de esa naturaleza alberga grandes riesgos para quienes tenemos comida en la mesa, pero, para quienes no tienen nada qué perder, estoy seguro de que sería un proyecto movilizador, sin importar que quien lo abandere ofrezca autoritarismo a cambio de algo de bienestar.
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Ya se dijo muchas veces, pero es necesario repetirlo. Un cambio radical tendrá que crearse desde abajo. Y espero que más pronto que tarde desplace del poder a la clase política y abra la puerta para desplazar del poder real a una élite depredadora incapaz de construir un proyecto político incluyente. Ese proyecto, que espero poder ver, será probablemente antineoliberal, y, aunque la idea me desagrade, estoy seguro de que tendrá matices conservadores y religiosos que le den viabilidad ideológica. El cambio, creo yo, surgirá del trabajo organizativo, pero se catapultará con alguna crisis política coyuntural, de manera que es muy difícil prescribir una ruta más allá de la organización y la resistencia.
De ocurrir lo anterior, seguramente habrá muchos errores, pues la tarea de desmontar un aparato de explotación no es poca cosa. Y la idea de un proyecto autoritario no me agrada para nada, pero creo que es peor esperar románticamente que el cambio provenga de la clase dominante. Así, después de 40 años de neoliberalismo, de aumentar sin parar la pobreza y la migración, casi cualquier cambio que desplace estructuras de poder puede ser beneficioso.
En Guatemala no hay democracia, no hay salud para todas y todos y tampoco hay educación, seguridad o justicia para la mayoría. Esas son razones suficientes para romper un sistema que no funciona e intentar construir otra cosa. Esas razones para que aparezca un o una Chávez se las debemos a la élite depredadora.
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