Algo similar me pasó con el aceite de oliva. Me supo a gloria hasta que mi abuela decidió usarlo como purgante habitual: dos cucharadas grandes y unos granitos de sal…
De niña, viví la enfermedad con cierta complacencia. Sabía que no solamente me quedaría en casa, sino además, sumaría uno o dos libros nuevos a mi colección de cabecera. Era un obsequio de “consolación”, que aliviaría el aburrimiento y la soledad del dormitorio. Recuerdo la varicela con especial estima, pues tres semanas de aislamiento ameritaron un volumen completo de los hermanos Grimm.
Con el paso del tiempo empecé a leer los libros amarillentos y apolillados de mi abuelo. Los Miserables, La Historia de un Pepe, Corazón, Fabiola, Inglaterra en Armas. Hasta ese momento nada amenazaba el duradero romance, hasta que doña Clara, la maestra de literatura del colegio, irrumpió en mi vida y se dio a la tarea de interferir en mi apasionada relación con las letras, cual suegra imprudente y fastidiosa.
No solo empezó a imponer lecturas, sino que exigía hacer síntesis, presentaciones en clase y, como guinda en pastel amargo, hacía exámenes de selección múltiple que cerraban cualquier posibilidad de expresar críticas u opiniones. Ante tal intromisión y por qué no decirlo, profanación, alcé la mano un día para manifestar mi inconformidad y frustración. Me gané una expulsión de tres días y el ultimátum de que, o aprendía a desarrollar el amor por las letras a su manera, o el rojo en la libreta me impediría graduarme.
La odié profundamente pero también me alejé de los libros. El distanciamiento duró hasta la universidad. Leí por necesidad y cierta curiosidad todo lo que mis docentes obligaban, pero no volví a experimentar el hechizo de aquellos días de enamoramiento. Leía porque tenía que hacerlo, por pasar el examen, por argumentar mis posiciones, por cumplir con la tarea, por aparentar erudición, por cualquier otro motivo, pero nunca volví a hacerlo con fruición.
No fue sino hasta que suspendí mis estudios universitarios para dedicarme a la maternidad que tuve el tan esperado reencuentro y fue gracias a “Charlie y la Fábrica de Chocolate”. Esa imaginación que yacía dormida se activó de la mano de Willie Wonka y los Oompa Loompa. Mis pequeños hijos y yo realizamos hipnotizados un maravilloso recorrido por el mundo del chocolate y las golosinas. Perdíamos la noción del tiempo. Incumplíamos la promesa de leer sólo un capítulo y también la de irnos a dormir sin rastro de azúcar entre los dientes. Me sentí felizmente niña y reactivé la pasión por la lectura.
Pronto había completado la colección infantil del Barco de Vapor y siempre que el presupuesto lo permitía, aprovechaba para comprar algo para mí, novelas históricas, un poco de filosofía, biografías, poemarios. Sin darme cuenta, la reconciliación había sido total, al punto de que la librera volvió a hacerse un mueble necesario.
Viendo todo esto en retrospectiva, concluyo que mi amante supo ser un buen seductor. Actuó de manera sutil. Él sabe que el placer es el cebo y por eso apeló a los recuerdos de infancia y sus inigualables dosis de magia, fantasía y diversión.
Aprendemos a comer letras por convencimiento y no por imposición. Si se desea despertar el gusto por algo, debe crearse la tentación y otorgar generosos espacios de libertad.
Al igual que la serpiente tentó a Eva con la promesa del conocimiento prohibido, debe animarse en jóvenes y niños, el deseo por la lectura. El señuelo pasa por conocer sus gustos y aficiones, por estimular su curiosidad.
“A la fuerza, ni la comida es buena” decía mi abuela y yo agregaría: y las letras menos. Así que padres y docentes deben aprender las técnicas de la persuasión. Deben atraer y provocar el deseo por explorar el mundo del saber. Millones de letras dormidas aguardan ser avivadas por esas mentes reales y ágiles que hoy se apagan y además rinden culto a la inteligencia artificial.
El final de esta historia es feliz. Engullo letras sin mesura, las saboreo con el mismo gusto con el que devoraría el barco vikingo de caramelo en el que navegaron los cien Oompa Loompas. El purgante ya no es el aceite de oliva –también nos reconciliamos–, sino la dosis cruel de realidad que me trae frecuente y estrepitosamente a tierra.
Mi mente descansa sobre páginas enteras escritas con amor, fulgor y fantasía. Mis pies sobre la simple objetividad de mi existencia.
“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. J. L. Borges.
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