“Para ese efecto, los elementos de las fuerzas de seguridad deberán presentarse debidamente uniformados y pertenecer al mismo sexo de los requisados, debiendo guardarse el respeto a la dignidad, intimidad y decoro de las personas”.
Siete de la noche. El bus va lleno, todos los lugares ocupados, seis por fila, ni más ni menos. En mi reproductor he cargado algunas canciones de Los Tigres que he estado descargando en estos días. Con lo de moda que están. Cada canción de ellos me provoca o risas o una admiración por esa forma tan mínima, por llamarlo de alguna manera, de contar historias. Aun cuando todas son predecibles, algunas no me dejan de parecer geniales.
Kilómetro 40, dirección al occidente del país. Se pone de pie una pareja con un niño en brazos, el niño sigue con su zapato en la boca como durante todo el camino. A la orilla de la carretera resaltan unos números amarillos sobre un picop pintado de negro. Evidentemente, se trata de un retén, o registro o lo que sea. En alguna ley de este país recuerdo haber leído los requisitos mínimos para que un montaje de estos sea legal. O tal vez fue en un reportaje de esos que, cuando la ocasión lo requiere, los periódicos publican. Por lo que recuerdo y por lo que veo, y por lo que presiento, esto no está bien.
El bus toma su lugar en la orilla. Se baja el ayudante, se baja la pareja. El piloto espera con el motor encendido. Todo en calma. La noche se apodera del lugar. Al lado en mi ventanilla transitan rápidos los carros que parecen pasar cada eternidad. Es raro, esta ruta generalmente es más transcurrida, pero hoy no. “Agua salada bebí…”.
Sube un policía con cara de pocos amigos, ropas negras con insignias y nombres poco visibles. Ve a todos en el bus como si los escaneara. De pronto, parece encontrar algo que no está bien. Me señala con la libreta que lleva en la mano y me hace un gesto que parece indicar que me baje. No lo escucho, pero entiendo que se refiere a mí. Me quito los audífonos y le pregunto si es a mí a quien se dirige. Me dice que sí y el tono de su voz —que esta vez logro distinguir— no me deja dudas. Me bajo murmurando, mientras todos en el bus me ven. Intento hacer unas preguntas, todas parecen ir al vacío. Afuera la noche es más negra aún.
Pregunto de qué se trata. Con palabras bastante inconexas tratan de explicarme. Me piden mi documento de identificación. Vuelvo a preguntar que por qué solamente a mí me bajaron del bus. Responde: “Por la forma en la que va vestido”. Pregunto que cómo es eso posible. Entonces siento que algo me golpea la espalda a la altura del hombro izquierdo. Es la mano del policía que ordenó que me bajara del bus. Siento un fuerte golpe mientras le oigo preguntarme: “¿Cual es su inconformidad?”.
El policía que tiene mi cédula intenta decir algo acerca de que no tiene varita mágica para saber quién es ladrón y quién no. Yo intento ponerme en calma. El golpe me recordó que son cuatro policías armados, que está demasiado oscuro, que ni siquiera logro leer los nombres en sus uniformes. Además, después de la explicación del porqué me bajaron del bus no tiene mucho sentido seguir hablando y hacerles entender algo.
Después del golpe, el policía que me bajó del bus evoca el artículo 25 y me dice que debería conocer mejor las leyes de este país. Me devuelven mi cédula y me ordenan que me vaya. Subo de nuevo al bus y esta vez las miradas de las personas que han permanecido en completo silencio son más inquisitivas. La carga de mi reproductor se ha terminado.
Ya pensando y tratando de reflexionar sobre este incidente que no es tan aislado, me doy cuenta de que ni siquiera tengo celular para haber hecho una llamada si todo se hubiera complicado. Trato de explicarme de por qué me bajaron. ¿Habrá sido por mi ropa negra?, ¿el pelo largo? o simplemente ¿soy muy feo? ¿Son con estos criterios culturales intrincados en el imaginario colectivo de como te veo te trato los que deben servirnos para combatir la delincuencia? ¿O peor aún, los que deben servirnos de base para nuestras relaciones sociales?
Una amiga a quien le conté este incidente me comentaba que en este país en donde reina la ignorancia, el resentimiento y los prejuicios, este tipo de historias las vivimos a diario. Y que los policías en medio de sus limitaciones casi infinitas, poca preparación, mal remunerados, excediendo el horario normal de trabajo, exponiendo su vida, tratan de esa manera cumplir con su trabajo. Tan a diario que ya las damos por normales.
Es evidente que fue una parada de rutina, en donde la policía tiene un sistema casi mental de selección aleatoria que básicamente funciona así: escojo al primer peludo que se me ponga enfrente y ya, cumplí con mi trabajo. En el mejor de los casos, claro. Y si de alguna manera puedo inculpar al ciudadano, pues completar la paga mensual. Es decir, nada que no haga cualquier funcionario público avezado.
No conocía el mentado artículo 25. En eso tenía razón el policía. Ahora lo sé, pero en este estado de cosas, creo que tampoco hubiera servido de mucho. “…debiendo guardarse el respeto a la dignidad, intimidad y decoro de las personas”. Sí, sí, sí. Bien intencionada nuestra Constitución.
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