Guatemala está muy lejos de ser nirvana pero si me atengo a mi limitado catálogo de avernos, opto por éste, no hay duda. Como siempre, me mueve la determinación y la esperanza de echar una mano para que deje de serlo.
Durante los dos últimos meses empaqué y reacomodé las maletas una veintena de veces con emoción disimulada y la peculiar calma de las conciencias tranquilas.
Para mi fortuna, el inventario de lo necesario se fue haciendo cada vez más escueto y confirmé, otra vez, lo prescindible de las cosas. No hay nada como estrechar amigable la mano del desapego.
El desapego material se colocó en enormes bolsas de nylon que luego fueron el festín de los vecinos del barrio. El desapego espiritual llegó con la convicción de la responsabilidad cumplida. Llegué a asistir, no a resolver los problemas de esta sociedad que se ha rayado como un disco viejo y no puede salir del mismo surco. Bien se haría en discernir que estos isleños deben madurar para aprender a responsabilizarse de sí mismos.
Me despedí del personal de oficina con cordialidad, pero sin emotividad aparente. No pude evitar sentir compasión por ellos, por su futuro y el de sus hijos, aunque luego recordé que la ignorancia suele actuar como analgésico o incluso, anestésico de la conciencia.
Entré al aeropuerto de forma civilizada y no en procesión forzada como otras tantas veces. Había realizado el pre-chequeo en línea en un acto de fe, pues existe en esta cultura un extraño afán por el embrollo y la mortificación del prójimo. No me equivoqué, pero al menos descubrí que la asfixiante molotera había cedido paso al concepto de “fila”. Sonreí discretamente al recordar aquella vez en que la sesión de estrujamiento me dejó como el tubo de pasta dental de un avaro.
El oficial de migración me preguntó cordialmente si había disfrutado mi estadía en Haití. Eso del disfrute me resultó algo tan subjetivo que no supe cómo ni qué responder, así que preferí piropear su agraciada sonrisa. Estampó con fuerza el sello de salida. El golpe fue la revelación sensorial del capítulo que se cierra.
Ya en la sala de espera extrañaba el teléfono inteligente que me auxilió a ejercer la maternidad virtual. Mis hijos tuvieron –la dicha o la desdicha- de sustituir la tradicional foto en la billetera por llamadas y chats que me permitieron saludarles y seguramente también importunarles, a toda hora; recordarles pagos; la medicina; tareas y cumpleaños; realizar mediaciones; dar consejos; regaños y enviar cientos de abrazos y besos que pretendían subsanar una ausencia que jamás fue sustituida, aunque sí temperada.
Reservé ventana para echar un último vistazo a ese inverosímil páramo caribeño; a ese inmenso y descuidado trozo de roca seca rodeada de mar que advierte la génesis de la fosilización planetaria. El nudo en la garganta y la sensación de nostalgia optaron siempre por el letargo.
Cuando las nubes cubrieron la vista, volví los ojos al pasaporte que apretaba entre las manos. Leí mi nombre una y otra vez como quien trata de recordar a un extraño. Me es difícil decir si fue amnesia real o deliberada.
Llevo en Guatemala apenas unos días. Acabo de sustituir mis adorables chancletas por los zapatos de vestir. Los vestidos de cocktail y basics fueron sacados del closet y empezaron a ser usados, y ni qué decir de la secadora de pelo que ya dejó de ser un objeto decorativo e hizo su aparición en escena.
La práctica del auto re-conocimiento se ha vuelto un hábito cotidiano y experimento una extraña sensación de desconexión con el entorno.
“No hay nada como volver a un lugar que permanece sin cambios para descubrir cómo has cambiado tú” dijo alguna vez Nelson Mandela. Una de cal y otra de arena… así constato las buenas y las malas noticias.
Un abrazo de retornada feliz,
Carmen
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