Aunque la tensión nunca nos abandona. Estamos infestados de miedo, como escribía Gaby Carrera en esta otra Plaza.
En los alrededores, algunos pequeños lustradores trabajan. Ellos no descansan, si lo hacen, no comen. Así de sencillo. Un predicador bajo la efigie del personaje que nos heredara este sistema. Barrios en su caballo hace una pirueta triunfal.
El predicador grita que el fin del mundo se acerca. Días de feriado y fines de semana, los mejores momentos para buscar llenar de almas el redil de los salvos. Es un predicador de plaza en toda regla, una biblia malograda en mano, altoparlante de color irreconocible. Sudor en la frente y camisa mil veces planchada. El calor abrasador. Quienes buscan refugio bajo la pirueta de Barrios, lo escuchan inevitablemente
En la Plaza hay algunas cuantas bancas y unos arbustos que se resisten a abandonar su color verde natural. Cada vez que llega un bus articulado, el lugar recibe una inyección de varias decenas de personas. Los buses que también intentan mantenerse verdes, son una de las pocas cosas rescatables y más o menos funcionales en esta ciudad. Uno de los pocos logros de esta monárquica y eterna administración municipal.
Y ahí vengo yo. Desde cualquier punto, la Plaza puede observarse casi en su totalidad. Veo a dos policías de tránsito que van sobre sus motocicletas. Se pasean por el mismo lugar de donde suelen sacar a las personas que intentan atravesar sobre sus bicis. Ellos no. Parecen tener licencia para realizar cualquier acto que el resto de ciudadanos tenemos vedado. Aunque hoy no es un ciclista atrevido al que conminan a abandonar este espacio público.
Dos mujeres indígenas también atraviesan la Plaza. Una de ellas lleva un perraje atado a la espalda. Señal inequívoca de su condición de madre. Es bastante joven, parece recién salida de la adolescencia. También lleva una caja y una estructura metálica plegable que extiende cuando logra encontrar una esquina, cualquier espacio o cuando sus pasos le piden descansar. La extiende y sobre ella coloca su caja llena de dulces, galletas, cigarrillos, goma de mascar, chocolates. Cosas que vende a menos de dos quetzales. Con las ganancias tiene que sobrevivir y alimentarse. Ella, a su hijo en la espalda y quién sabe a cuántos más. Los lustradores también son parte de esa subeconomía en un país subdesarrollado.
Los policías municipales las conminan a abandonar la Plaza. Las desalojan. No hace falta ir al Polochic. Ellas parecen conocer la mecánica de esos momentos. En sus rostros cansados, también hay frustración, infinita tristeza. He visto esta escena en varios lugares que la Municipalidad ha revitalizado. De donde han desalojado vendedores informales y donde no permiten que vendedores ambulantes circulen. Por lo menos a los vendedores informales les han encontrado espacio. A los ambulantes, que los cuide Dios o que se regresen a su pueblo.
Aquel día era el día de la patria. Unos policías municipales con sus consignas bien memorizadas, cumplían fielmente su trabajo. El predicador completando la escena. El resto, meros espectadores, actores secundarios, porque no es a nosotros a los que nos echan de la Plaza por vender chicles, dulces y cigarros sueltos. Porque no somos los actores principales de este drama que Barrios saluda desde su eterna y centenaria pirueta. ¿O sí?
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