Sin hablar el idioma, sin conocer a nadie. Con una sola cosa en mi mochila: la palabra y el estrechón de manos de un gran amigo y mentor que no solamente me había recomendado para este trabajo, sino que me sacó a caminar la primera noche y así, de romplón y sin avisar, me paró delante del teatro de Marcelo. Por supuesto, casi lloré de la emoción.
Desde el primer momento la recepción fue cálida y extraña. «Bienvenido a Roma. ¿Por qué tardaste tantos años en venir?», fue la frase que me dijo otro que, como yo, había llegado de otra parte remota del mundo hacía ya muchos años y nunca había sido capaz de salir de aquí. Porque esta ciudad es así: eterna, abrazadora, subterránea, subcutánea.
Con el tiempo llegué a construir una relación muy particular con Roma. Como de amor-odio, berrinche-cariño, coqueteo-maltrato. Así es ella, la milenaria Roma: soberbia e indomable. Adonde vienen oleadas de seres humanos de todo el mundo para maravillarse y tratar ingenuamente de llevarse cincelada en la pupila un par de imágenes que con el tiempo los haga suspirar y tal vez volver.
Así es Roma: un museo con ciudad, un oceánico caos, una telaraña indescifrable. El forastero aquí siempre vive con la sensación de que están pasando cosas delante de sus narices y que le faltan códigos para descifrarla.
Así es Roma (y así es también buena parte de Italia): oculta como ninguna otra ciudad. Una tierra que vive sin mercados porque, en su lugar, aquí nació el concepto de redes. Una sociedad que bien puede vivir sin Facebook, pero no sin el Passaparola. Porque aquí para mantenerse a flote es condición desarrollar familiaridad con al menos tres o cuatro trattorias, dos o tres baristas y un par de familias propietarias de un agroturismo.
Massimo y Armide, Gianni y sus hijos, Franco y Paolo, son todos nombres que hoy tienen asociada en mi cabeza una relación cuasifamiliar, que fue pacientemente construida sobre una buena comida, un café y una larga y siempre amable conversación.
Un día le dije a una familia amiga que, después de algún tiempo, en este país había constatado cómo el pueblo italiano ha sido construido sobre la base de unos pocos valores e instituciones.
La lealtad y la amistad son quizá dos de sus valores más profundos. En ellos se explica mucho su manera de ser, de entenderse y de entenderlos como sociedad, y también mucho de ese hermetismo que nos hace a los de afuera tan difícil y cautivador el reto de penetrar en ese mundo, en ese su mundo.
La famiglia quizá sea la institución más sólida que les queda, que resiste las enormes fuerzas que desde siempre han tratado de desplazarla y hacerla saltar en pedazos. Así, los italianos se defienden del mundo con mucha maestría, con formas muy suyas de adaptarse a las embestidas de la modernidad. Cambiar para que nada cambie, como en la película de Visconti. Porque al final es dentro de la familia donde el italiano encuentra su centro de gravedad y su sentido de pertenencia.
Y quizá la expresión más concreta de la familia italiana sea su cocina: ese recetario tan propio, tan suyo, tan único, de una sencillez tal que le ha enseñado a conjugar con los siglos ese par de ingredientes justos para lograr el sabor perfecto. Solo hay una forma de hacer saltimbocca. Solo hay una manera de preparar una buena carbonara. Solo hay un camino para llegar a los gnocchi.
Su cocina es algo tan fundamental porque hace siglos dejó de cumplir una función primaria de alimentación y subsistencia. Es alrededor de la cocina y de la mesa donde familias enteras se congregan por horas de horas a dialogar exaltados, intensamente compenetrados en su gastronomía y cotidiano. Solamente aquí he visto a tres o cuatro generaciones sentadas alrededor de una tavola calda y de un mezzo di vino rosso sintetizando apasionadamente veinte siglos de historia.
Con todo este mosaico de experiencias y recuerdos me despido hoy de la Roma eterna, ciudad que me dio los días más intensos de mi vida personal y profesional, las alegrías más sublimes y los dolores más profundos.
«Bella, ciao! Bella, ciao! Bella, ciao, ciao, ciao!».
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