Si bien es difícil saber si será un sentir duradero, lo cierto es que hay una creciente exigencia porque el Estado asuma nuevamente un papel más efectivo para poner bajo control los males que nos acechan.
En pocos períodos desde 1986, ha habido tan perfecta alineación de intereses y visiones entre gobernante, grupos que hegemonizan el poder político y el poder económico y la agenda ideológica y económica internacional como lo fue durante el período de Álvaro Arzú (1996-2000). En pleno auge del Consenso de Washington, acuerpado por los organismos financieros internacionales y con la legitimidad que le dio ser el firmante de los Acuerdos de Paz, puso en marcha un conjunto de medidas que reformaron el Organismo Ejecutivo y su forma de operar: leyes, instituciones, políticas, mecanismos. Muchas perviven a la fecha, al igual que varias de las políticas y programas que vieron allí la vida: extensión de cobertura en salud, subsidios a los constructores de vivienda (aunque formalmente sea a los beneficiarios), Fondo de Tierras, por citar algunos.
Quedan también los cascarones de otrora importantes instituciones que en ese entonces comenzaron a desmantelarse para que entraran a operar los mercados; irónicamente, es a estas y no a aquellas a las que se les pide cuentas de su ineficacia y se les demanda lo que ya no pueden dar. Para ejemplos, véase el caso del desarrollo rural.
En lugar de reducir el tamaño del Estado como era la consigna de ese entonces, ni ese gobierno ni ningún otro después de este, evitó la proliferación de instituciones y programas que terminan siendo meras armazones, sedientas de capacidades y recursos para cumplir con sus rimbombantes mandatos. Su multiplicación, no obstante, ha acarreado superposición y traslape de competencias, mayor fragmentación de los procesos y segmentación de funciones de las que ya existían previamente.
Los resultados de desarrollo que podemos documentar 15 años más tarde son bastante desalentadores. No se trata de atribuir a las reformas del Ejecutivo de 1997 todos los males que nos aquejan. Cada gobierno posterior ha abonado su parte también al deterioro institucional del Ejecutivo y ha impreso variantes a esa estructura y forma de organizar el funcionamiento de un Estado que en ese entonces, fue pensado para operar en el marco del neoliberalismo.
Como dice un colega: "Pasamos del Estado contrainsurgente a uno benefactor... pero de las élites y de los grupos de interés". Sin percatarnos mucho, nos trocaron el que se suponía debía ser el principal logro de la democratización y luego, de los Acuerdos de Paz: más y mejor vida para todos.
Hayamos estado de acuerdo o no con sus medidas, es innegable que Álvaro Arzú y su equipo leyeron los signos de su tiempo, aprovecharon la ola global para imprimir una visión del Estado y le pusieron sello a la institucionalidad pública.
Quince años más tarde, ese ciclo de reformas está en profundo desgaste. Es así, que se forja una nueva oportunidad para marcar nuevo rumbo al devenir del Estado. Ciertamente, no existe ahora una alineación tan armoniosa entre actores y grupos de interés como la hubo a mediados de los noventa. La pelea por la hegemonía sobre el control del Estado está candente. En la agenda internacional hay otras prioridades y no hay consensos sobre nada. Los rezagos nacionales se han acumulado y compiten por prioridad con los desafíos emergentes.
Dicen que cuatro años es poco tiempo para romper tendencias históricas. Yo no lo creo. Yo lo que veo es que de cuatro en cuatro, este Estado decrépito ya llegó a sus aniversario de cristal y bien podríamos seguir sumando. Esta es una de esas pocas veces que es mejor poner el cronómetro nuevamente en cero. Pero hay que hacerlo ya, antes que el oxígeno se agote.
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