Son incógnitas sin respuesta, sobre todo si consideramos que “El hábito no hace al monje” y que existe una clara diferencia entre tener un título y ser un profesional.
A pesar de ello, la obsesión por “el cartón” suele ser propia de padres e hijos. Ese pedazo de cartulina con letras negras y sellos dorados es sinónimo de éxito, de futuro y símbolo de estatus social.
“Yo quería estudiar para chef pero mis papás no me dejaron, dicen que eso no es carrera”, dijo Clara cuando indagué sobre su bajo rendimiento en el aula. Las historias de vocaciones no encontradas o frustradas son comunes. Muchos jóvenes siguen en la búsqueda de aquello que verdaderamente “les llegue” como suelen referirse a la pasión que conduce al compromiso. Es por esto que no es de extrañar el elevado nivel de deserción, bajo rendimiento y los cambios frecuentes de carrera.
Así, el embudo al que me refería anteriormente, presenta dos extremos. Por un lado están las mayorías que no recibirán ninguna instrucción para aprender un oficio que les permita ganarse la vida, y por el otro, los privilegiados que ven en titulación académica, la única garantía de progreso personal aunque no tengan madera para ello.
Mientras los primeros aplaudirían agradecidos la oportunidad de acceder a carreras técnicas, los segundos no las conciben como una opción para el progreso, siendo que muchas tienen más potencial que una licenciatura, especialmente las relacionadas a las nuevas tecnologías de información, la industria y las telecomunicaciones. No obstante, éstas requieren conocimientos sólidos de matemática, justamente el lado flaco de la educación en Guatemala.
La ausencia de una política pública para el desarrollo que apueste por la educación universitaria y la formación técnica para el trabajo nos deja en manos de la dictadura del mercado. Se estima que actualmente las universidades del país ofertan alrededor de 1,000 carreras, que al compararlas con las que se brindan en países desarrollados o con aquellos cuyo PIB crece a más de un 5% anual, resultan cuestionables.
Mientras países como Moscú y Pekín elevan las exigencias de admisión, aquí se flexibilizan. Mientras otros imponen los más altos estándares de calidad, aquí se relajan. ¿Cómo es posible que hoy en día una persona pueda graduarse de abogado y notario estudiando solo los sábados? Sin embargo ahí están instituciones, padres y estudiantes alimentando el engaño mientras el Estado, desentendido, voltea la vista para otro lado.
Es cierto que la educación hace la diferencia y es clave para el desarrollo, pero no cualquier educación. Ésta no se limita a enseña a leer y escribir, a memorizar las tablas de multiplicar, o memorizar el nombre de los invertebrados, de lo contrario caemos bajo la crítica de Hannah Arendt quien afirmaba que se puede seguir aprendiendo hasta el fin de la vida sin educarse jamás. Educar implica aprender a conocer y a hacer, pero también a ser, a convivir y cuidar de la madre tierra.
Por eso es que no se vale desperdiciar el enorme potencial joven de este país. No se vale mentirles o dejarles librados al ingrato destino de la informalidad. Mucho menos soltar el timón de la educación y dejarla en manos de piratas. La oferta educativa no debe estar solamente en función de la demanda de los consumidores, sin guía ni control. Debe estar en función de las oportunidades reales que ofrece el entorno y ser capaz de corregir las estrecheces de este pernicioso embudo.
Hay que darles a los jóvenes la experiencia de la dignidad ganada a través del trabajo, por lo que seguir en las actuales circunstancias es contribuir al fermento de la descomposición social, la frustración y a la erosión del sentido de sus vidas. Apuesto por la formación técnica para todos porque quiero que los jóvenes -y los no tan jóvenes-, busquen y siempre encuentren.
Más de este autor