Por las calles cercanas a mi casa, una patrulla enciende por algunos segundos la sirena. Supongo que para saludar a los policías que se pasan todas las noches bajo la cornisa frente a la oficina del Procurador de los Derechos Humanos. ¿Es eso humano?
Cuando llegó mi amigo caminamos a una venta de comida que atiende desde las nueve de la noche, hasta más o menos las tres de la mañana. En un sector de la zona uno que muchos consideran el inicio del averno. Lejos de la bella sexta. Pero es un lugar tranquilo y con un aire muy familiar. Lo atiende una pareja de indígenas. De Totonicapán ambos. Él es en extremo amable, el típico guatemalteco que habla con pena y casi reverenciando. Disculpándose y agradeciendo al final de cada frase. Cuando hay más de un comensal se altera e intenta apurarse. Pienso que si se calmara, lograría avanzar más rápido. Chaparrón le dicen.
Pero no todo es condescendencias y prisas. También bromea e intenta ser muy contundente en sus respuestas. -¡Qué caro! Por ese precio debería de dar un poco más de comida- le decía un taxista con la intención de molestarlo. Y él, sin abandonar su tarea de quitarle la cáscara a un huevo duro, contesta: -¡Vee! Vaya a Paiz a ver si le regalan la bolsa. Esos todo se lo cobran, ¿qué cree, que regalando hicieron su dinero? ¿Vaa?- Y nos dirigió una mirada a los demás después de ver a su esposa. Lo que siguió fue una escena de carcajadas difícil de olvidar.
Yo pensaba en otras razones por las que los otrora dueños del desfile de esta noche, hicieron progresar su cadena de supermercados, hasta terminar de accionistas minoritarios de la actual transnacional dueña del negocio. Aunque a la gente esta noche, y casi siempre, lo que le molesta parece ser el tráfico. Empiezo a pensar que el problema más importante de los citadinos no es la inseguridad, sino el tráfico. Y siempre llego a la misma conclusión: usen bici, olvídense del carro y tal vez así obtengamos la claridad necesaria para que pongamos sobre la mesa las razones de los verdaderos problemas de este país.
De regreso a casa, una patrulla pasa a toda prisa con la sirena encendida, Va anunciando la tragedia de todas las noches. Un joven delgado viaja en la palangana. Sin playera y con un arma enorme apuntándole. Seguimos caminando. Otra patrulla pasa a nuestro lado muy despacio. Llegamos a la esquina y cruzamos, la patrulla intenta seguir de largo pero se detiene. En el callejón tres tipos beben y juegan con un balón de fútbol americano. El del pelo largo, mucho más que el mío, y con tatuajes en brazos y piernas, nos invita a jugar mientras se empina un litro de cerveza.
La patrulla está en la esquina. No estoy seguro si por nosotros dos caminando o por los tipos jugando. Debe ser sospechoso que dos personas caminen por la noche en calles solitarias o que amigos se junten a beber en las aceras mientras traban el balón en los tejados vecinos. Eso y tipos como el que iba en la palangana, deben ser las causas de esta ciudad abandonada a su suerte nocturna. O tal vez solo sea el miedo acumulado y la enajenación de sacar a la familia solo si hay un evento comercial por las calles. Ya lo han explicado los sociólogos y lo han entendido los mercaderes. Y he ahí los centros comerciales y los desfiles, por ejemplo.
Le advierto al tipo de los tatuajes que la patrulla sigue en la esquina y rechazo su invitación de quedarme a jugar frente a mi casa. Por lo menos esta vez, no me agredieron, ni me requisaron. Es mejor así. Digo, ya transcurren las diez de la noche por las calles solitarias de esta ciudad.
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