Para ese tedio de domingo por la tarde, siempre está algún libro, el televisor, la lucha libre o los paseos en bicicleta. Me decido por esto último. Apenas carros, apenas gente caminando. Apenas nubes. Para mis preguntas existenciales, lo único que me responde es un cielo infinitamente azul.
La avenida me lleva a las cercanías del Estadio Nacional. Tres niños, dos adultos y dos viejos quiebran una piñata. Se revuelcan en el concreto y sonríen. Nadie ni nada pareciera tener prisa. En cualquier calle sería posible celebrar algún jolgorio. Si las marchas y manifestaciones las hicieran en momentos como este, también pasarían desapercibidas. De manera casi autómata y con la mirada acuosa, sigo mi camino.
Llego a la Castellana. En esta avenida estuve alguna vez a punto de perder la vida. Mi bici y yo no guardamos buenos recuerdos de este sector. Veo la siguiente postal: de un lado de la esquina hay una taquería y del otro, un car-wash. Las puertas de ambos locales dan hacia un patio donde hay unos músicos. Tocan sus instrumentos.
A pesar de los audífonos, los escucho. De público tienen a unas señoras con pañuelos en la cabeza. Muchas sillas vacías. Unos señores de trajes opacos completan la concurrencia. Cantan en medio de llantos, gemidos y lamentos. A unos metros, un guardia limpia sus botas. Está sentado en la orilla de la banqueta. En la parada del transurbano que completa la escena hay otras personas esperando el bus de regreso a casa. Supongo. La tarde agoniza entre brillos azulados y grises oscuros.
En la entrada al recinto donde se celebran las más variadas ferias, hay una larga cola de vehículos. Se celebra el autoshow. Los nuevos modelos ya empezaron a venderse. Supongo. Aunque dudo que pueda hacerlo la familia que sale caminando. Abordan un destartalado bus rojo.
Decido regresar por la Atanasio Tzul, calzada con nombre de guerrero k'iche’ y que sirve de límite a La Terminal. Por momentos corre paralela a la Castellana. Las conclusiones son predecibles si uno se pusiera a indagar en qué épocas y con qué intenciones fueron nombradas las calles y avenidas de la ciudad. O los puentes y pasos a desnivel.
Las manchas nubosas de aceite quemado evidencian el uso diario de estas calles. Ahora, lucen vacías y brillosas. Un niño intenta volar su barrilete. Seguro lo hizo su papá. Lo observa con otro niño en los brazos. El niño corre, ojalá remonte el vuelo su barrilete. Recuerdo los días en que una bolsa plástica y dos varillas bastaban para hacer uno cuadrado. Volaban, sí que volaban.
La noche asoma sobre los techos de lámina que urbanizan este sector. Las carretas descansan encadenadas a los balcones de hierro. Veo a dos vagabundos juntos, me sorprende, casi siempre andan solos. Alcanzo a ver a unos niños columpiándose en un parque municipal que no cierra y no está cercado. Como es usual.
Veo otro barrilete. Redondo, de papel de china, con sus flecos y su cola. Morado, anaranjado, rojo. El primer, y tal parece, único barrilete que veré volar este año. Imaginé al niño. Sentado en alguna llanta vieja o en el borde de una acera resquebrajada al centro mismo de La Terminal. Ese lugar intenso, ruidoso, sucio y desordenado. Ese lugar que parece un lunar en medio de la ciudad. La Municipalidad lo que hace es bordearlo de bonitos arriates jardinizados y poco más. Supongo que también cobra los arbitrios respectivos.
Pero no quiero pensar en esas cosas, que no fue por eso que decidí salir a pasear en bicicleta. La Luna se eleva lentamente, le falta poco para alcanzar y dejar atrás al barrilete que vuela de forma serena y elegante. Ha oscurecido, hora de regresar a casa. Esta ciudad, a pesar de lo aburrido de mi vida y de sus reiteradas vicisitudes, nunca me aburre.
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PD: “La caridad implica dar cosas y limpiar la conciencia. La solidaridad implica dar tiempo y despertar la conciencia.” Andrea Tock. En todo caso, es hora de ayudar.
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