El 14 de septiembre de 2017 es uno de los pocos aniversarios de la independencia criolla que me parece digno de conmemorar. Ese día miles de personas protestaron en las calles por la coima autorrecetada del traidor y corrupto Jimmy Morales. Ese año no hubo desfile gracias a la movilización popular y hasta hubo alguna transgresión contra fetiches patrios. Ese año se puso en duda el circo de septiembre, que no significa mucho, pero entretiene.
Y es que, de alguna manera, ese año se cerró el ciclo de movilización que comenzó en 2015. Un ciclo placero, domesticado desde su concepción y hasta arrogante respecto a sus posibilidades. Un ciclo en el cual participamos muchas personas unidas apenas por estar en contra de la corrupción, que, como bien ha dicho Carlos Figueroa Ibarra, es transideológica y para nada un simple conflicto interoligárquico. El problema es que la mayoría rechazábamos la corrupción ilegal en nuestro ordenamiento jurídico, pero pocas personas parecemos reaccionar ante la corrupción estructural, racista y patriarcal construida desde la Colonia y profundizada en estas últimas décadas de neoliberalismo. Esa corrupción quedó intacta y cobijada en privilegios históricos y en las injusticias más terribles.
Retomando el hilo de este septiembre, la plaza del 2015 era intrínsecamente pusilánime si la contemplamos como un fenómeno amplio, de hartazgo, pero con horizontes inciertos. Renunciaron Otto Pérez y su banda, pero pronto otro farsante ofreció más Cicig sin cumplir, y parece que a este era más fácil perdonarlo o ya no había mucha energía para desaforarlo. Y es que, con algunos tropiezos, Morales fue exitoso en mentir y proteger a los corruptos mayores, a los grandes patrocinadores de su campaña y de la economía finquera que caracteriza a Guatemala.
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Morales, el mediocre, logró lo que Otto Pérez no pudo: manipular a la masa que se dice cristiana, que acepta en silencio la cultura de la hipocresía y que está dispuesta marchar por la vida mientras clama por la pena de muerte. Esa masa ignara hizo la diferencia. Si la plaza de 2015 era políticamente correcta, las marchas fundamentalistas antiderechos lograron una especie de regresión a la obediencia.
Para salir del hoyo de mierda en el que vive la mayoría de la gente en Guatemala es necesario, entre otras transgresiones, romper con los fetiches religiosos y políticos que sirven al poder. Desde un himno con un contenido absurdo y al menos una docena de mentiras flagrantes hasta un quetzal, una ceiba y una orquídea que no sirven para nada cuando el ambiente se destruye delante de nuestras narices.
No tengo nada que celebrar el 15 de septiembre, y vaya que hice el recorrido de niño ridículo mal disfrazado de militar cantando el himno, marchando bajo la lluvia y emocionándome con cañonazos y marimbas. Ojalá hoy hubiera más personas dispuestas a no cantar mentiras, a venerar trapos de colores o a fingir una nacionalidad que no ofrece nada a la gran mayoría de sus habitantes.
Y no nos equivoquemos. Negar estas celebraciones absurdas no es para nada una expresión de rabia o enojo. Es simplemente el ejercicio de llamar a la mierda por su nombre y de hacerlo con la alegría de que las cosas un día pueden ser mejores. Este país podrá celebrar algo colectivamente cuando tengamos un proyecto que elimine la pobreza extrema, cuando los que ganan más paguen más y cuando los derechos no se ninguneen para quedar bien con fundamentalistas corruptos y con los dueños de la finca.
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