¿Conocemos a los jueces? ¿Creemos realmente que su interés es el interés común de la mayoría? ¿Son independientes, imparciales, objetivos? ¿Confiamos en la justicia? No a todas y a cada una de las preguntas previas.
No es por desconocimiento o desinterés. Es porque lo vemos. Son las historias que escuchamos cada cierto tiempo, que leemos en los periódicos o que vivimos. Es la historia de una familia que perdió a una hija, que no puede visitarla en ningún lugar y que lleva más de ocho años exigiendo justicia, pidiendo saber dónde está su cuerpo. O son aquellas dos mujeres mayores de 50 años de Quetzaltenango que, por no aceptar la instalación de torre de comunicaciones, fueron denunciadas por la empresa y debieron declararse culpables o correr el riesgo de pasar una década en la cárcel. Son esas cuatro mujeres —tres hijas y una madre— recorriendo el tiempo de 36 años para pedir justicia por la desaparición de un niño de 13 en la colonia La Florida. La semana pasada, un hombre murió en una carceleta. He visto jóvenes llorar porque su familia está llevando un caso injusto o porque un familiar cercano es involucrado sin mayor investigación y alejado de su familia. Son las historias de los jóvenes que enfrentan la justicia sin ninguna esperanza de comprensión. Son los desalojos, las torturas, los asesinatos extrajudiciales, los robos de casas, los secuestros.
A la par de esas historias están aquellas que nacen de la corrupción, que se alimentan de la impunidad y que llevan la firma de jueces y juezas que se vendieron y subastaron la justicia, la que nos deben. En las últimas semanas hemos visto salir a hombres bien vestidos, parientes de políticos del más alto nivel, señalados con una retahíla de pruebas e investigaciones serias. Salen, pagan una fianza, están en arresto domiciliario con sus familias y ya, como si no hubiera pasado nada. El fruto de esa impunidad es nuestro sufrimiento y nuestro miedo.
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Hoy se está eligiendo a los jueces y a las juezas que estarán al frente de la justicia en los próximos cinco años. Una comisión de postulación para elegir Corte Suprema de Justicia y otra para la Corte de Apelaciones. Desde 2010 este proceso ha sido público, ganado a pulso por las organizaciones de la sociedad civil que llevan décadas mostrando la importancia de la independencia de la justicia para lograr una vida digna en este país.
Allí también se ha ganado el derecho a hablar directamente para los comisionados en la idea de que aquello que piensa la ciudadanía debe ser escuchado por quienes toman una decisión tan importante como la elección del presidente de la república o de los diputados al Congreso. Y no son la mayoría de los ciudadanos y de las ciudadanas. Deberían escuchar.
Más importante aún: en los últimos procesos de elección hemos escuchado cada una de las voces de cada profesional del derecho que aspira a un cargo en la Corte Suprema de Justicia. Y debe seguir siendo así. Quien espire a una magistratura no puede dejar de presentar un plan de trabajo, las prioridades identificadas y las posibles soluciones. Debemos escucharlos, debemos conocerlos, como a cualquier otro funcionario electo en ese rango de importancia. No hacerlo es arrebatarle a la ciudadanía la posibilidad de conocer quién tendrá la responsabilidad de la justicia en los próximos cinco años.
Si el temor es incumplir el plazo constitucional, recuerden que es la ciudadanía la que lo demanda, la que lo exige, porque es la que lo sufre a diario. No dejen que nadie esconda cínicamente intereses oscuros con argumentos constitucionales. Sean garantes del espíritu constitucional de la defensa de nuestros derechos —el derecho a una justicia independiente, imparcial y objetiva—.
¡Deben entrevistar!
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