Hagamos memoria: durante los meses que duró el proceso electoral, Alejandro Giammattei habló públicamente de mejorar las condiciones económicas —zonas francas e industriales— y apostó por la inversión y la seguridad jurídica —que implicaba mejorar la realidad de seguridad— como motor para mejorar este país. Dijo que buscaría el aumento del empleo con una discutible propuesta de salarios que vulneran los derechos laborales («mejor eso que nada», dijeron muchos). Prometió que iba a reducir la pobreza en un 10 %, que se volcaría a defender la seguridad (ya vimos cómo) y que el sistema educativo sería reformado buscando dignificar la labor docente.
La Política General de Gobierno 2020-2024 es ambiciosa. La intención de esta de responder positivamente a los objetivos de desarrollo sostenible y a lo planteado en el Plan Nacional K’atun no es, en absoluto, una idea descabellada. Pero se deduce que se necesita de la inversión del Estado para alcanzar las metas y los objetivos propuestos. ¿Hay dinero? ¿Hay suficiente dinero para echar a andar todas estas promesas de gobierno?
El último análisis que hizo el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) demuestra que no, y eso nos afecta a todos y todas en una realidad de desigualdad que se agudiza y que significa hambre, pobreza y exclusión. La razón es sencilla: no hay dinero porque quien debe pagar no paga (en 2017, del 100 % del impuesto sobre la renta de las empresas por recaudar se evadió el 79 %, por ejemplo) y quien debe hacer pagar no quiere (porque la SAT, siendo una de las instituciones de administración tributaria más caras del mundo, decide que no puede). En estas condiciones, quienes deben garantizar los derechos a la educación, a la salud y a la seguridad, entre tantos otros, no solo no tienen recursos para hacerlo, sino que no los demandan con firmeza. El resultado es que hay menos niños y niñas en las escuelas, que uno de cada dos hogares en Guatemala gasta fortunas en salud (y entonces a veces se siente que estar sana es un privilegio) y no se diga en seguridad. El presupuesto de hoy no alcanza, en palabras de uno de los investigadores del Icefi, ni para cubrir las necesidades de la población de 1960. Pero tranquilidad: tenemos estabilidad macroeconómica. ¿Estabilidad de quién?
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A quien promete también le vendría bien hacer números, saber si son promesas realizables para que se pueda sostener la palabra. La buena noticia es que, si las cuentas no salen, las promesas también se pueden mantener con reformas fiscales. Que no haya recursos en el Estado para responder a las necesidades de la población no es normal. Tampoco es normal que no se pueda porque las grandes y tradicionales empresas tienen muchos privilegios, pero pocas obligaciones de retribuir a la sociedad. No es tampoco normal decir que no alcanza el dinero y obviar el hecho de que hay quien no paga lo que debe pagar.
Hay entonces una potencial y gran contradicción en lo propuesto y defendido por semanas por el actual gobierno: no es solo cuestión de atraer inversiones y de que haya más empresas que ofrezcan empleos —ojala dignos y decentes—, sino que también se necesita de una institucionalidad dirigida por funcionarios y respaldada por gobernantes que estén a la altura de recaudar lo que se necesita para construir un país diferente. Y recaudar los impuestos —que es lo que ponemos en común para vivir dignamente como sociedad— implica enfrentarse con las élites, que obviamente no están acostumbradas a obedecer la ley ni a pensar en comunidad. La coherencia entre las promesas y la voluntad de hacerlas realidad necesita de coraje o son puras mentiras.
En Guatemala sabemos que las promesas se las lleva fácilmente el viento, y no se necesita un ventarrón para que agarren camino. A veces no se necesita más que hacer las preguntas correctas: ¿con cuál plata, señor Giammattei? ¿Es usted una persona de palabra?
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