Este sombrío dictamen se refleja en la extendida opinión de que quien tenga el agua, tendrá el poder. Y, desde luego, va resultando claro que los que ejercen el control se van a esforzar en perpetuar su dominio en forma de agua; bien decía Foucault que la mayor aspiración del poder es su inmortalidad.
Que el término “guerra” esté siendo usado para plantear los conflictos que se derivan por el control del vital líquido denota la gravedad de los conflictos multidimensionales que atraviesan el mundo globalizado contemporáneo. La autora ambientalista hindú Vandana Shiva considera que “las guerras del agua son guerras globales, con culturas y ecosistemas diversos, que comparten la ética universal del agua como una necesidad ecológica y que están peleados con la cultura corporativa de la privatización, la avaricia y el cercamiento del agua comunal”. No en balde, el conflicto que surgió por el agua en Cochabamba, Bolivia fue bautizado como “La guerra del agua”: lo que se planteaba era la cuestión de si el control de ese recurso absolutamente vital debía quedar en manos de las transnacionales o en las de la sociedad en su conjunto.
La importancia de este conflicto difícilmente puede exagerarse. Como lo hace ver Maudee Barlow, para el año 2030 la demanda por el agua superará la disponibilidad en un 40 por ciento. “Dentro del espacio de dos generaciones, nos dice Barlow, la mayoría de los habitantes del planeta enfrentarán una seria escasez de agua, y los sistemas mundiales de agua alcanzarán un momento crítico que podría generar un cambio irreversible con consecuencias potencialmente desastrosas” (Blue Planet: Protecting Water for People and the Planet Forever, New Press, 2014).
Desde luego, para la ortodoxia neoliberal, tal sombrío escenario es una ocasión inmejorable para plantear sus dogmas económicos basados en la escasez y el interés individual; para nuestra despreciable e ignorante clase política todo se reducirá a otro camino para seguir adquiriendo mansiones, yates, helicópteros y caballos. Para estos grupúsculos, el camino a seguir supone embarcarse en la inercia marcada por la metástasis de la corrupción; quizás la tarea más laboriosa consista en establecer los diques para que la resistencia de los movimientos sociales no logre impedir el asalto corporativo a las reservas del oro azul. Desde esta perspectiva se entiende el recrudecimiento de todas aquellas medidas ideológicas y estatales que intentan alcanzar la progresiva criminalización de la protesta social.
Ahora bien, para contrarrestar la agenda corporativa del agua, debemos reconocer que la guerra ideológica de los adversarios ya ha ganado un espacio considerable. Basta presenciar la manera en que la cleptocracia corporativa global ha logrado configurar un poder que ningún gobierno totalitario jamás sonó en alcanzar. Cubierta con la frazada del libre mercado global, esta cleptocracia ha logrado echar por tierra los estándares de protección social. En el campo laboral, por ejemplo, las corporaciones han establecido una subasta perpetua que “obliga” a los países a disminuir sus esquemas de protección de los trabajadores con el fin de atraer inversiones que extorsionan a nuestros países a costa de una continua precarización de la vida social. El poder corporativo ha ido reduciendo las posibilidades de vivir de acuerdo con las posibilidades reales que brindaría una economía global gestionada con mayores controles democráticos. Los voceros de nuestra débil derecha ideológica nos intentan convencer de que la precariedad de nuestra vida social se debe al despilfarro operado por un Estado de “bienestar” que, desde una visión más realista, no sirvió sino de escalera para que el empresariado local pudiese acumular sus fortunas.
Por lo expuesto, se debe cuestionar con energía el pretendido consenso según el cual la protección de los recursos naturales precisa de los mecanismos del mercado, especialmente los relacionados con la privatización. En este contexto, la misma idea de alianzas entre el sector público y el privado deben verse con escepticismo, en virtud del creciente poder de corrupción del sector corporativo. La naturaleza misma de la iniciativa capitalista hace inviable la premisa de que la privatización del agua es capaz de establecer los incentivos adecuados para alcanzar la racionalización, el ahorro y el cuidado de este precioso recurso. Mahatma Gandhi nos decía que el mundo era suficiente para cubrir las necesidades de todos, pero claramente insuficiente para satisfacer la avaricia de unos cuantos. Los ejemplos, incluso surrealistas, no faltan: ¿puede negarse el carácter patológico de la medida que quiso establecerse en Bolivia según la cual era necesario contar con licencias para recolectar el agua de la lluvia?
Desde mi perspectiva, la tarea de cuidar el agua requiere la recuperación de la noción del bien común y los bienes comunes. Como lo hace ver el jurista italiano Ugo Mattei, si se pierde la noción de bienes comunes, no podremos comprender que detrás de cualquier medida concesiva del Estado respecto a los recursos naturales necesarios para la existencia se está operando en realidad un robo del patrimonio común de los miembros de la sociedad. Por lo tanto, frente al desafío de preservar el agua se requiere la misión ciudadana de recuperar el Estado para que éste pueda convertirse en un genuino gestor de los valores y normas fundamentales y no en un despacho de la infamia y la injusticia.
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