Los desafíos políticos globales en la época posCOVID19
Los desafíos políticos globales en la época posCOVID19
La crisis global del COVID19 está socavando los cimientos de la globalización neoliberal y obliga a repensar los fundamentos de un orden internacional y estatal orientado a la justicia y el bien común.
En un reciente artículo, el columnista británico Simon Tisdall afirma que la pandemia de COVID19 tendrá como efecto una “catastrófica pérdida de confianza” de impredecibles consecuencias. La advertencia es más urgente cuando se toma en cuenta que, en el lejano mundo de hace apenas unos meses, ya marchaba un movimiento internacional de protesta contra el orden neoliberal.
Que sintamos ese abismo que separa nuestra existencia de hoy con respecto a la de poco más de dos meses, denota que la crisis global del COVID19 constituye un colapso que no puede reducirse a un problema inédito de salubridad.
Las epidemias o pandemias suponen cambios trascendentales para las sociedades que afectan, como sucedió en el crepúsculo de la influencia ateniense durante la probable epidemia de tifoidea que decidió la guerra entre Atenas y Esparta —en la que murieron Pericles y Tucídides— o la epidemia de viruela que decidió la suerte de Tenochtitlán frente a las huestes de Hernán Cortés. La gran peste negra del siglo XIV, que acabó con un tercio de la población europea, relajó las rígidas estructuras medievales, las cuales entrarían en su período final de decadencia para dar inicio a la modernidad occidental.
Por lo demás, la pérdida de vidas humanas debido a las pandemias suele ser mayor que la de las guerras.
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Hace cien años, la gripe española —llamada así porque los españoles fueron los primeros en alertar de ella y no porque se haya originado en ese país— acabó con la vida de 50 millones de personas, número mayor que el total de víctimas de la Gran Guerra. Esta gripe, para ponernos en perspectiva histórica, cobró sus víctimas entre individuos jóvenes y sanos.
El sentido de urgencia de la crisis aumenta precisamente porque desde hace tiempo muchas certezas estaban en evaporación.
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En un tiempo de aceleración e incluso disrupción “innovadora”, los puntos de referencia que permiten la orientación reflexiva son tan evanescentes que sentimos vivir en el mundo líquido de Bauman. La velocidad de los acontecimientos es pasmosa y, frente a lo realmente inesperado —una pandemia que simula un pequeño fin de mundo— entendemos lo que decía Ortega y Gasset de las crisis en su obra En torno a Galileo: “no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa”.
La crisis del capitalismo zombi
Se vive una crisis decisiva dentro de la crisis del capitalismo. Hasta hace poco se decía que la paradoja del capitalismo consistía en que su fin era inimaginable, como lo era pensar que iba a durar para siempre.
Una manera de darle sentido a esta creencia era la idea de interregno de Gramsci: estamos situados en ese espacio en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer. En este tiempo, se ha dicho, abundan los rasgos mórbidos e incluso monstruosos.
Si se examina la literatura relevante, se puede comprobar la recurrencia de la figura de los zombis para describir la actual situación del sistema capitalista.
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El colapso del sistema económico mundial provocado por el COVID19 muestra que la forma extrema del capitalismo (el neoliberalismo) ya no es imaginable a la luz de los nuevos escenarios que plantea el mundo.
Este sistema sobrevivió el derrumbe de 2008, pero lo hizo porque las sociedades internalizaron el libreto neoliberal para configurar la vida cotidiana. Ahora, de súbito se hace evidente que el mundo no puede sobrevivir si no vivimos de manera responsable, si no actuamos sin mayor consideración hacia el Otro y si no colaboramos activamente con él.
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Por lo tanto, esta crisis asesta un golpe letal al capitalismo zombi que solo ha sobrevivido a lomos de la ignorancia inducida en una ciudadanía empeñada en seguir sus propios intereses bajo figuras empresarias disfuncionales (el empresario de sí mismo) que olvidan el esfuerzo colectivo que supone la búsqueda del bien común.
La situación de inequidad precrisis había alcanzado tal nivel que los poderosos ya elucubraban acerca de colapsos civilizacionales, similares a los que se han instalado en la conciencia moderna a través de las obras de Jared Diamond.
En un celebrado artículo publicado originalmente en The Guardian y reproducido en This is not a drill, libro del célebre colectivo Extinction Rebellion, Donald Rushkoff hablaba, por ejemplo, de las precauciones que los superricos estaban tomando para ahorrarse los desastres que podían entonces vislumbrarse.
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Entre estas precauciones, algunas pretendían casi superar la condición humana porque buscaban poder aislarse por completo de los peligros que acechan a la humanidad —entre ellos, las pandemias.
Para ellos, como lo dice Rushkoff, “el futuro de la tecnología era realmente acerca de una sola cosa: escapar”. Pues bien: esta crisis demuestra que no es tan fácil, aunque sin duda, como se verá, tampoco hay que confiarse de la tecnología, puesto que esta ofrece futuros distópicos tan trágicos como el peligro que hoy amenaza a la humanidad.
Una tragedia imprensable
Por lo demás, hasta hace algunas semanas las sociedades se encontraban embelesadas por gobiernos de ultraderecha cuyos ecos todavía se dejan sentir en esta situación.
El filósofo esloveno Slavoj Zizek hizo ver recientemente que la expansión del COVID19 ha disparado una serie de virus ideológicos entre los que destacan conspiraciones, noticias falsas, racismo y xenofobia.
En un artículo titulado La invención de una epidemia Giorgio Agamben, filósofo que considera que el paradigma de la modernidad política es el Estado de excepción, se pregunta sobre la relevancia que adquieren las figuras de emergencia en medio de la actual crisis.
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Esta admonición no debe ser desechada, puesto que los estados de emergencia pueden convertirse en permanentes. Lo mostró la experiencia de los ataques yihadistas de septiembre de 2001, que “justificaron” esquemas de vigilancia que violaban derechos y garantías fundamentales, el tipo de cosas que impacientan tanto a los políticos de ultraderecha.
En esta dirección, la actual situación de emergencia se ajusta a ciertos modos autoritarios, como el de Alejandro Giammattei en Guatemala.
Así, es necesario evitar que este episodio de crisis sirva para instaurar un régimen más opresivo, como sucedió con la crisis económica de 2008, que se saldó con regalos inmerecidos para sus causantes y con una brutal austeridad para las sociedades que vieron la rápida evaporación de sus ahorros y sus sistemas estatales de bienestar. Este proceso provocó la abismal caída de los servicios hospitalarios, lo cual lleva ahora incluso a regatearles recursos médicos cruciales a los ancianos.
Una tragedia así era impensable hace pocas semanas en países como Italia y España, y tal vez no se salve un país como los Estados Unidos, en donde el vicegobernador de Texas ha declarado que los abuelos debieran sacrificarse por el bien de la economía.
Otra vuelta de tuerca
Por lo mismo, esta crisis puede brindar una oportunidad para dar una vuelta de tuerca más a la represión capitalista, que encuentra en los desastres de todo tipo una oportunidad idónea para consolidar y aumentar sus ventajas e intereses, tal y como lo ha hecho ver la teoría del capitalismo del desastre, desarrollada por la activista y autora canadiense Naomi Klein.
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En la velocidad de las circunstancias es preciso extraer las lecciones con la rapidez que la situación exige, aunque sin duda la reflexión debe continuar para poder extraer las conclusiones relevantes.
¿Cuáles serán los cambios que se practicarán después de esta terrible experiencia?
Que el capitalismo finalmente muera —lo cual no quiere decir que fenezca la actividad económica— no implica que todo vaya a estar mejor. Lo que se debe evitar a toda costa es que el cadáver del capitalismo sea desplazado por algo peor, como lo dice Mckenzie Wark en Capitalism is dead. Is this something worse?, en el cual previene acerca de la caída del mundo en manos de los que tienen el poder de la información y el conocimiento.
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Tan devastadora como cualquier pandemia es toda distopía digital que reemplace las economías a escala humana por regímenes algorítmicos que hagan superfluos a un número cada vez mayor de seres humanos.
Por lo mismo, no se puede seguir comprando seguridad con un precio bastante alto en libertad.
Por eso, el filósofo coreano-alemán Byung Chun-Hal muestra su escepticismo respecto al modelo asiático de control de la pandemia, que usó el sistema de control digital de la ciudadanía que se ha desarrollado desde hace algún tiempo y del cual los países occidentales no son tan conscientes hasta la fecha.
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No vale la pena obtener la seguridad contra la pandemia con un sistema intenso de control digital, puesto que entonces la autocracia imperante puede ser más peligrosa. Tan lamentable es una pandemia como la pérdida de un sentido responsable de libertad interior.
El malestar en la sociedad
En esta dirección, algunas predicciones de la Organización Mundial de la Salud hablaban de una pandemia de depresión, un malestar que tiene raíces sociales asociadas con el sistema de dominio económico actual, y que quizás se volvería más severo si la tecnología incrementara su potencial para el dominio social.
La misma precaución ante las distopías digitales deben relacionarse con una recuperación de los horizontes de una acción guiada por referentes normativos que pueden garantizar la continuidad de la vida humana, siempre integrada en una naturaleza que es la casa común de la vida.
En este contexto, las soluciones deben retomar el bien común en conjunción con otros valores.
Con estas precauciones en mente, se plantea como tarea inmediata la recuperación integral el Estado. Durante muchos años se demonizó al Estado, alejando a la ciudadanía de la participación política y, al final, creando una fractura que ahora se hace trágicamente evidente.
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El flujo de capitales que define la globalización creó un sistema de gobernanza que debilitó los Estados particulares al no establecer garantías para que los poderes transnacionales se desplazasen por el mundo forzando a los países a ofrecer a los inversionistas la explotación de bienes y personas.
Los Estados debilitados han creado un escenario de anomia propicia para la actividad criminal de los grupos que ostentan el poder en nuestras sociedades, esto es, la macrocriminalidad estatal, producto de la unión de mafias políticas, alianzas empresariales y redes criminales, que desde hace tiempo conoce muy bien América Latina.
Nada puede lograrse si no se sujetan los poderes económicos que circulan internacionalmente vaciando todas las posibilidades de construir Estados destinados al bien común.
Ahí está el horizonte
Pensando en las posibilidades abiertas, dicho control de la economía internacional puede integrarse dentro de un constitucionalismo global, dotado de garantías sólidas que deben ser construidas por las ciudadanías actuales.
Este aspecto tiene una hoja de ruta inmediata: ya no se puede aceptar la austeridad generalizada, impulsada por una gobernanza económica sin restricciones valorativas, para promover un futuro con un razonable margen de seguridad y una clara orientación hacia la justicia y el bien común.
En particular, ya no se puede postergar más la tarea de regular las corporaciones transnacionales por medio de los principios, siempre en evolución, del sistema mundial de derechos humanos.
Necesitamos mecanismos legales de cumplimiento de reglas y principios capaces de impedir el terrible latrocinio en el que se basa la macrocriminalidad económica mundial. Este objetivo es urgente si queremos garantizar las condiciones de existencia digna de las futuras generaciones.
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En Latinoamérica hay que evitar en lo posible que la biopolítica se convierta en necropolítica, es decir, en políticas de violencia directa y estructural que hagan morir a aquellos que no representan ningún valor económico en un sistema desprovisto del horizonte que supone la dignidad humana. Sabemos que esta necropolítica se desarrolla en forma de una insoportable precariedad, manifiesta, por ejemplo, en la carencia de un sistema de salud universal básico.
Isabell Lorey ha hecho ver que la precariedad es un nuevo ejercicio del poder que configura sus propios sujetos y sociedad. En consecuencia, luchar contra la precariedad es necesariamente luchar por un nuevo orden. Y en esta tarea, las élites económicas latinoamericanas deben ser confrontadas con la conciencia de que su poder se deriva principalmente de su capacidad de saqueo y destrucción de las condiciones de vida de nuestras sociedades.
Las sociedades actuales ya no se pueden abandonar a los esquemas de pensamiento del liberalismo tradicional reconfigurado como un neoliberalismo que funciona por inercia.
Existen, desde luego, otros caminos civilizatorios y estos debemos ensayarlos.
Si la crisis es global, las respuestas deben serlo igualmente y, por lo tanto, deben plantear una fusión de horizontes entre tradiciones culturales diferentes. El Norte discursivo y argumentativo, desde luego, debe ser la dignidad humana, condición de posibilidad de todo diálogo realmente abierto.
Como tarea inmediata, queda a la sociedad actual construir las fuerzas democráticas para las tareas que evitan caer en la necropolítica, de seguir luchando una vida para aquellos que ya no pueden ser llorados, como lo diría Judith Butler, simplemente porque deben morir, porque no responden a una economía cuya ambigüedad hacia la vida la hace no promover la vida.
Es asombroso que hace apenas dos meses viviéramos en un mundo que ahora ha cambiado para siempre. Pero frente a las irremediables pérdidas y los evidentes restos, estas crisis deben ser usadas para aumentar la conciencia política de que, sin un nivel mínimo de unidad y justicia, el género humano ya no puede sobrevivir.
Ya no se puede vivir bajo la sombra de la plutocracia global que siempre ha vivido en otro mundo —como lo prueban los clientes de Rushkoff que buscan escapar del evento, incapaces de pensar que el mismo dinero perderá su valor y se podría asegurar la fidelidad de sus guardianes.
Hay que empezar a pensar en el mundo posCOVID19.
Es la época del retorno de lo público, del cuidado de los bienes comunes, de la búsqueda del bien común.
La misma incertidumbre es una prueba de que los caminos, como lo sabía Antonio Machado, se hacen al andar.
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