Antes de cualquier consideración sobre la preferencia sexual de una persona, lo que debemos priorizar es su condición de ser humano y, por tanto, su derecho a decidir sobre su vida y sobre sus maneras de desarrollarla y orientarla. La comprensión de esa condición humana, que es igual en todas las personas, requiere de procesos progresistas que se instalen en la educación y en la cultura. Es de abogados citar las leyes, pues la Constitución Política de la República de Guatemala no regula sobre hombres y mujeres, sino sobre personas. Un ejemplo de ello es el artículo 1: «El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona». En el mismo sentido, el artículo 3 dispone la obligación del Estado de garantizar y proteger «la integridad y la seguridad de la persona». No hay que tener un gran entendimiento para caer en la cuenta de que, cuando se refiere a seguridad, no se habla de seguridad policial, sino de la seguridad de que la persona pueda vivir conforme sus decisiones de vida.
En ese sentido, si no nos reconocemos todos como seres humanos, con decisiones distintas de vida, no profundizaremos en las libertades, las necesidades y los contextos que se requieren para desarrollarnos como sociedad. Es por ello que, aun cuando podamos identificarnos como diferentes, pues somos diferentes, lo que nos une es nuestra condición de dignidad, la cual no se pierde bajo ninguna circunstancia, no se hereda y no se conquista. Por ello es complicado buscar prohibir por formas legales que convivan dos personas del mismo sexo, que estas formen una familia o que se expresen libremente, ya que se estaría promoviendo la anulación de su personalidad, lo cual constituye, además de un síntoma de represión, el desconocimiento de la dignidad humana. El artículo 4 constitucional es claro en ello: «Todos los seres humanos son libres e iguales en dignidad y derechos».
En el marco de las relaciones de poder y del machismo, los hombres hemos internalizado la práctica de referirnos a los que pertenecen a la comunidad LGBTI con adjetivos que orientan a feminizarlos. Es decir, los colocamos en un plano de debilidad, en la posibilidad de ser dominados. ¿Es eso lo que pensamos de las mujeres? En el deporte, por ejemplo, el entrenador les grita a sus niños jugadores: «Parecen niñas». O bien, cuando alguno de sus pupilos se golpea, le reclama: «No llores. Pareces niña». Esto agrava la situación, pues, además de homofóbica, la cultura machista se internaliza y destruye elementos de la condición humana y de la dignidad sin piedad alguna. Que a un niño le digan que parece niña no debe ser ofensivo. Que uno llore o exprese su sentir no es propio de un género, sino de humanos. Esa reproducción de relaciones de poder y de machismo también debemos combatirla.
Debo reconocer que llegar a este punto de comprensión o tratar de mantenerse en él implica un ejercicio de revisión de conductas de vida propia, es decir, de cómo yo también he reproducido esas prácticas contrarias a la dignidad y cómo puedo evitarlas en mí y en mis hijos.
Entre tanto, es necesario revisar las discusiones y, sobre todo, la legislación civil guatemalteca para llevarla a un ámbito de reforma respecto a las regulaciones constitucionales sobre la dignidad, la libertad y la persona misma como centro del ejercicio del poder. Hay que promover más conocimiento sobre nuestra condición humana para entender el concepto de libertad individual. Además, debemos internalizar como sociedad que la dignidad debe ser protegida como un fundamento del desarrollo.
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