Así pues, es interesante reflexionar sobre las acciones de este personaje, quien no solo funge como pastor de una Iglesia evangélica, sino que además fue candidato a la presidencia. Tanto para sus votantes como para sus feligreses, este ha sido un duro golpe. Sin duda es difícil aceptar que alguien visto como el elegido de Dios o como un político honrado esté involucrado en estos escándalos financieros. Y es que, lamentablemente, o todos los involucrados en estos negocios son culpables, que de hecho sabemos que lo son, nos guste o no, o todos son inocentes. No hay de dónde asirse. Aunque duela, aunque cueste creerlo, la verdad es la verdad.
En este sentido, reconozco que no me sorprende para nada que el nombre de Harold Caballeros haya aparecido ligado a estos documentos. Y no porque particularmente haya conocido algún dato de su vida anterior a esta mención, sino porque, en términos generales (y he aquí tal vez una falsa generalización, que según los resultados obtenidos no resulta ni tan general ni tan falsa), parece ser que algunos de quienes en este país poseen mucho dinero siempre quieren más y realizan diversas acciones, incluso cuestionables desde el punto de vista legal, solo para incrementar de manera acelerada sus ganancias.
Lo que sí no deja de sorprenderme y a la vez me genera gran indignación es ver cómo en nuestra sociedad persiste la actitud violenta, vociferante, abusiva y prepotente de quienes, como Harold Caballeros y algunos de sus seguidores, creen estar más allá del bien y del mal. En lugar de tratar de disculparse o de mostrar las pruebas contundentes que lo exculpen (no sé, de tener una actitud, digamos, mínimamente digna), el excanciller empezó por atacar e incluso amenazar a quienes han difundido las noticias o han realizado comentarios al respecto. Ello demuestra el enorme atraso educativo en el que vivimos (recordemos que en Islandia la sola mención en estos documentos fue suficiente para que renunciara de su cargo el primer ministro), la tergiversación de valores y, sobre todo, la impunidad con que actúan quienes, escudados en sus posiciones de poder, se sienten tan importantes que consideran que sus acciones pueden estar por encima de la ley.
Estoy casi segura de que, como suele suceder en Guatemala y en otros países donde se ha dado el mismo fenómeno, al final ocurrirá lo mismo de siempre. Imagino, por ejemplo, la escena en la televisión, en un campo pagado: saldrá el pastor y dirá que efectivamente hizo lo que se dice que hizo, pedirá perdón, pondrá un gesto compungido, derramará algunas lágrimas y, para justificar sus acciones, dirá que el demonio, no sabe cómo, lo tentó y que él cayó en esos tentáculos del mal. Sus seguidores le creerán, lo apoyarán por su arrepentimiento y seguirán tan contentos como si nada hubiera ocurrido. O, mejor aún, estarán más regocijados que antes porque la oveja que salió del redil regresó al rebaño. Bueno, quizá este melodrama al mejor estilo de las telenovelas mexicanas serviría para calmar las almas ingenuas. Pero para otras, como la mía, lo único satisfactorio sería que se aplicara la ley. Que, además, hubiera una sanción moral y social. Que los guatemaltecos ya no siguiéramos actuando como si fuéramos los tontos de quienes los inescrupulosos se aprovechan para beneficiarse a sí mismos de manera poco ética.
Me gustaría que la ley se aplicara por igual para todos, sin distinciones ni terrenales ni aparentemente divinas.
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