Junto con la ignorancia programada, uno de los pilares para la dominación de las masas es el miedo. Me refiero al miedo individualizado a la represión, a perder el trabajo, la salud, el techo o la escasa seguridad con que se cuente para el núcleo familiar. Por supuesto, en la subalternidad, el miedo se acompaña de diversas formas de resistencia. Y una de las vías para superar el temor es la solidaridad como expresión colectiva para enfrentar problemas comunes.
Las oligarquías han demostrado un temor histórico a la solidaridad. Les aterra que la gente común pierda el miedo. Y esa es una razón para los llamados a la paciencia, la eterna postergación neoliberal, las promesas electoreras y el optimismo pueril, especialmente cuando la gente toma el espacio público. Por consiguiente, hay empresarios que apoyan la lucha contra la corrupción, incluso el desmantelamiento de las mafias, pero que le temen a una ciudadanía organizada que reclame, como mínimo, los derechos plasmados en la Constitución Política.
En consecuencia, una minoría que vive muy bien y que siempre ha gozado de privilegios, entre los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (ciacs) y una ciudadanía empoderada, prefiere las mafias. Y si tiene dudas de lo anterior, revisemos las declaraciones tibias, los apoyos tardíos y la satanización de cualquier forma de movilización social que no sea realice de forma moderada, o sea, de manera obediente.
Esto último fue dramáticamente observable en el último Encuentro Nacional de Empresarios (Enade) 2017, en el cual se montó una burbuja confortable y segura para el presidente Morales que podría describirse como pragmatismo empresarial o como la tradicional hipocresía neoliberal, orientada por la impunidad compartida y por la oportunidad de algunas cámaras empresariales para actuar como proxenetas de un poder ejecutivo desesperado.
Una reacción ante este escenario indignante es romper con cualquier intento de articulación táctica en contra de la corrupción. Esto, sin embargo, me parece un error para la presente coyuntura y una concesión a las mafias. Creo que debemos transitar en sentido contrario y apostarles a las alianzas tácticas orientadas al desmantelamiento de los ciacs. Y creo que otros sectores comparten esa perspectiva.
En ese sentido, un argumento central tiene que ver con el resultado en el largo plazo. Porque a la población, mayoritariamente conservadora y religiosa, lo que le importa es mejorar la seguridad pública y reducir el miedo cotidiano a una enfermedad, al desempleo o a no poder pagar consumos modestos que lleven alegría a la familia. Esto tiene que ver con la percepción de que se tiene algún control sobre la propia vida y de que no se está a merced de mafias privadas y estatales.
Dicho en otras palabras, la historia demuestra que la gente resiste, pero en un punto surgen los motines y las rebeliones, que rara vez triunfan, pero que siempre generan graves efectos en la sociedad. Entonces, la mejor forma de evitar que explote la violencia es ofrecer a la gente más democracia. Y eso solo se puede hacer, en el caso de Guatemala, combatiendo las mafias.
Por el contrario, las mafias le apuestan a dominar a la gente con miedo, con coerción y sin aflojar las cadenas que privan de salud, de educación y de seguridad a la gran mayoría, que no tiene otra opción que escapar del país, delinquir o sobrevivir en la informalidad. Esa lógica mafiosa sí lleva a la violencia, pues donde hay dominación hay resistencia. Y en Guatemala las grandes mayorías han demostrado su vocación pacifista, acaso anómica, porque las expectativas del combate de la corrupción existen. Todavía.
Más de este autor