En ese entonces se hizo una encuesta con los «padres de la patria» (¿por qué se les llamará así a los legisladores?) para ver cuál era su posición respecto a esa propuesta presidencial, agregándose dos preguntas más: su posición respecto a la legalización del matrimonio homosexual y la legalización del aborto. La amplísima mayoría de congresistas, casi la totalidad, pronunció un no rotundo respecto a las tres perspectivas. Sin dudas, si los diputados representan a una sociedad, se vio allí lo que es el consenso en el tejido social guatemalteco.
Producto de una larga tradición católica conservadora (que en su momento avasalló las creencias de los pueblos originarios imponiéndose a la fuerza), más la avalancha furiosa de sectas neoevangélicas de estos últimos años (estrategia de control social desarrollada por Washington para oponerse a la «opción preferencial por los pobres» de la Teología de la Liberación), el pensamiento moralista está hondamente arraigado.
Guatemala presenta la particularidad de tener el mayor porcentaje de población indígena de todos los países latinoamericanos (al menos un 50 %), pero al mismo tiempo exhibe una de las mayores –quizá la mayor– religiosidad de la región. En un sincretismo sin igual conviven creencias mayas, católicos y cristianos evangélicos fundamentalistas. La religión y una visión moralista conservadora tienen influencia considerable en la cotidianeidad.
De todos modos, y como en cualquier sociedad, suceden las mismas cosas que ocurren en cualquier latitud: la homosexualidad está presente, al igual que el consumo de drogas y la práctica de abortos es un hecho incontrastable. La firma de los Acuerdos de Paz hace 25 años (terminada esa larga noche que fue el conflicto armado interno), parecía abrir algunas ventanas nuevas en la sociedad. Hoy puede verse que las esperanzas (pocas, tomadas con mucha cautela) que pudieron tenerse tiempo atrás, quedaron totalmente sepultadas.
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El pasado 9 de febrero el Congreso de la República, con 91 votos a favor, aprobó el Decreto 09-2022 que instituye el 9 de marzo como «Día por la vida y la familia». Igualmente el órgano legislativo entiende que próximamente, el 9 de marzo –un día después del Día Internacional de la Mujer, fecha en que muchas organizaciones se expiden contra la violencia intrafamiliar, el machismo patriarcal y a favor del aborto– en el marco de la Cumbre política continental por la vida, la familia y las libertades y del Congreso iberoamericano por la vida y la familia, que se realizará en el Teatro Nacional del 9 al 11 de marzo, Guatemala será declarada «Capital iberoamericana pro vida».
No debe olvidarse que el 8 de marzo de 2017, justamente en el Día de la Mujer, se produjo el incendio del Hogar Seguro Virgen de la Asunción, con el resultado de 41 niñas y adolescentes que murieron calcinadas y 15 que resultaron gravemente heridas, hecho que muestra –trágicamente– el lugar de las mujeres en la concepción dominante.
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Esta medida del Congreso evidencia el grado de derechización conservadora que se vive en el país, con posiciones cada vez más recalcitrantes, machistas, retrógradas y amparadas en una religiosidad fundamentalista. La presunta defensa de la vida y la familia es una hipócrita posición político-ideológica que refuerza la presencia religiosa en un Estado que, constitucionalmente, se dice laico.
Hipócrita posición, decimos, porque mientras se combate el aborto estigmatizando a quienes lo apoyan, no se defiende ninguna vida. Recordemos que Guatemala presenta la mitad de su población infantil con desnutrición. Se «protege» la posibilidad de traer niños al mundo, pero no lo que pasará luego con esos infantes que viven en la miseria. Mejor ¿por qué no proteger una vida digna en vez de golpearse el pecho?
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