Siempre he creído que New York es la ciudad de los excesos y en parte por ello la recuerdo de noche, engullendo hasta el último voltio de luz sin pudor alguno, mientras yo me alumbro con velas acomodadas en botellas de vino vacías. El servicio de energía eléctrica es, como otros tantos, un bien escaso en Haití. En la esquina del Impasse Jean Baptiste -mi barrio en Delmas-Rose Marie, madre de tres niños en edad escolar, ha comprado un casco de minero. Gracias a éste y un sistema de turnos controlado a reloj, los pequeños logran finalizar sus tareas y ella a revisarlas, cuando cae la noche.
Por historias como esta, me prometí con vergüenza y turbación no volver a quejarme por nada. Me he visto confrontada una y otra vez, a la subjetividad de mis necesidades. Sin anestesia Bondye rasgó la comisura de mis párpados y desde entonces veo distinto, o tal vez, simplemente aprendí a “ver”.
Gusto de la comodidad, pero hasta ella puede convertirse en un vicio cuando se mezcla con dosis imprudentes de consumo. Así que puedo afirmar que llevo diez meses en un proceso intensivo de desintoxicación de un mundo especular que muchas veces se me hizo excesivamente espeso. Viajé a Haití con 25 pares de zapatos de los cuales no he usado más que uno. Los trajes sastre, vestidos de cocktail y basics son sacados del closet periódicamente con la única intención de sacudirlos y ventilarlos. Cuatro faldas y tres blusas de algodón son rotadas semanalmente, y me doy cuenta de que no necesito más. Aunque la secadora de pelo pasó a ser un objeto decorativo, puedo afirmarte con humildad que no he perdido el glamour.
Cada fin de semana, sentada en mi único pedazo de cielo: el balcón de Delmas 33, trato de imaginar tu agenda cultural y recreativa en New York. Te pienso en Broadway, en el Museo Metropolitano, en la ópera, en el Carnegie Hall o simplemente caminando en el Central Park y no puedo dejar de sentir anhelo.
Por mi parte, he aprendido a no extrañar el televisor ni el cine, a convivir conmigo misma, a no asustarme con el fantasma de la soledad, a transportarme en estado viento a donde yo desee (tiempo y lugar) simplemente con escuchar una melodía de Perluigi da Palestrina, Bach, Vivaldi, Berlioz o Ravel.
También he vuelto a revivir la ilusión del adolescente cada vez que Douglas me anuncia su visita. Es la única ocasión en que me ocupo de planchar la ropa que llevaré puesta y me inquieto por el sudor que corre por mi frente -mezcla de acaloramiento y emoción- mientras lo espero a la salida de esa gran galera llamada aeropuerto. Mi sentido de adaptación me ensenó pronto a abrirme paso a empujones entre la vorágine de personas, a no intimidarme ante las vociferaciones en creole y a gritar en español o inglés ante la más mínima amenaza de abuso. Quienes me conocen dice que hablo con los ojos. Tendrían que verme ahora, añadiendo sentidos y haciendo acopio de todos los gestos intimidantes a mi alcance. No podía ser de otra forma en este totum revolutum.
Pero eso no es todo, aprendí a cocinar y a lidiar con en el calor de la estufa cuando la temperatura ambiente está a 38 o 40 grados centígrados.
He desarrollado mis propios rituales de sobrevivencia y anticipación, ante los frecuentes períodos de violencia política que me confinan a permanecer encerrada en casa durante semanas; pero también ante la permanente amenaza de huracanes y el terremoto que según los haitianos partirá La Española en dos, más luego que tarde. De ahí que siempre me ocupe de dejar una mudada de ropa lista a los pies de la cama, dinero, fósforos, linterna, teléfono, una botella de agua, el pasaporte y el racimo de llaves que siempre me pregunto si manejaré con propiedad en momentos de crisis.
No sé cuánto tiempo más dure este interregno incierto, Ramón, lo único que puedo decirte es que soy una persona distinta. A veces veo mi patria felizmente lejana y otras tantas la añoro. Contradicción, imperfección, incoherencia subsistirán siempre en mis persistentes búsquedas.
Bye
Carmen
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