La verdad menos ingenua es que la supuesta ideología liberal de los constituyentes estuvo muy bien acompañada por los intereses de los poderes fácticos económicos. Para ellos, desde siempre, la idea de compartir parte de sus ganancias privadas con el Estado ha significado una suerte de poder confiscatorio ilegítimo. Como dijo un colega columnista, hace apenas unos días, el cobro de impuestos es solo una forma de robo disfrazada de legalidad. Y con esa “verdad” se han casado todas las generaciones de empresarios guatemaltecos desde los criollos en la época colonial, hasta sus actuales sucesores jóvenes pintados con barnices modernos en universidades norteamericanas.
El problema es que la democracia no avanza si la fiscalidad es débil. Y esa sí no es una verdad de conveniencia, sino un hecho histórico verificable. La razón por la cual no existen democracias modernas sin fiscalidad fuerte es porque no es posible producir bienes públicos y cumplir derechos individuales y sociales si el gobierno no tiene los recursos para cumplir con sus obligaciones constitucionales. La educación universal y de calidad para todas y todos, la salud universal, las prestaciones sociales mínimas (desempleo, enfermedad, discapacidad y muerte), la infraestructura básica social (agua y ambientes sanos, vías de comunicación, vivienda digna), el acompañamiento para el desarrollo empresarial (crédito, asistencia técnica, investigación básica y desarrollo tecnológico, inteligencia de mercados), y la seguridad y justicia son bienes públicos y derechos reconocidos en todas las democracias del mundo.
Por supuesto que uno puede tener una Constitución que afirme todos esos derechos y obligue al estado a cumplirlos, mientras por otro lado se niegan los recursos fiscales requeridos para avanzar en dicho cumplimiento. Ese es el caso de Guatemala. Pero semejante contradicción normativa no es otra cosa más que un fraude político contra los ciudadanos. Es un contrato imposible de cumplir, y por lo tanto un hecho ilegítimo tanto desde un punto de vista legal como ético.
Ahora que tendremos cambio de gobierno, nada es más urgente que superar este fraude histórico contra la democracia. La nueva administración, sea cual sea, tendrá que amarrarse los moños y salir a conquistar voluntades para que nuestra democracia no perezca ahogada en medio de la asfixia fiscal. La mayor parte de los actuales candidatos ya se han pronunciado por el camino correcto, afirmando que no es posible gobernar con un presupuesto menor a 60 mil millones de quetzales. El candidato favorito de las encuestas ha incluso señalado que pensaría llegar al final de su gobierno con un presupuesto de 80 mil millones de quetzales (un incremento de 30% en solo cuatro años).
Así que la maldición fiscal contra la democracia empieza a ceder. La próxima semana analizaremos las implicaciones para la gobernabilidad y la economía derivadas de este giro político histórico.
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