Un mundo creado jugada tras jugada hasta convertirse en una pieza en un tablero de ajedrez por donde pasan casi todas las decisiones. Mike siente que algo lo jala, que un monstruo incomprensible lo tiene atado, y no hay modo de que esa cuerda pueda cortarse.
Michael al final no puede. No lo dejan. Él no se deja. Lo que decide ignorar es su mente, que lo ha encapsulado en un meteorito que viaja desesperado. El candor que se siente dentro del meteorito no existe en otro lugar, por lo que no sabe estar afuera.
Esta forma incinerada de respirar le gusta a Michael. Lo hace sentir la vida, y solo la recuerda así. Olvidó aquellos tiempos cuando evitaba ser parte de la famiglia, del foco maestro. No sabemos a dónde va la piedra. Apenas se deja notar en el cielo. Acarrea una adrenalina que tensa las muelas. Que hace que el colon se estreche.
Es una cuestión física y química que segrega emociones intempestivas desde el cerebro, que no puede y no quiere salir del maldito meteorito, que está a punto de chocarse, pero que sigue por el espacio porque es infinito o creemos que es infinito —eterno—, por lo que no hay modo de que termine el viaje.
Ahí muere Michael no porque se estrelle —algún día se estrellará—, sino porque al final la existencia termina a pesar de la ilusión de la inmortalidad. Las manías en la mente de Michael lo han derrotado. No logró escapar. No pudo, aunque intenta en los últimos días salir de la piedra en la cual el rumbo es lo que menos importa.
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Somos parte del meteorito. Imaginar o ser es lo mismo. Podemos sentirnos adentro y, si no salimos de, por ejemplo, una cárcel, estaremos encerrados hasta el final. Les pasa a los veteranos de guerra cuando escuchan metrallas en los sueños. Es duro salir de esa carceleta construida por una época, por la forma en que la gente nos percibe y nos percibimos.
Podemos quebrar a patadas las ventanas de la vitrina que muestra el maniquí. El problema es que el maniquí no sabe hacer otra cosa. Le da pánico saberse fuera de la vitrina que ha sido su hogar y donde la gente que pasa por cualquiera de las calles más coquetas —9 de Julio, quinta avenida, Insurgentes, la sexta— lo admira casi hincándose frente a él.
Pero en verdad estamos en el Red Light de Ámsterdam, esa ciudad de angostas viviendas frente a las aguas bordeadas por paredes con barandas. Atravesados están los puentes curvos, y en las orillas de los canales los barcos de madera esperan apostados el verano.
Bella la ciudad, pero estamos dentro, en la vitrina de las prostitutas. Somos una de ellas. Nos gusta esa vibra, que nos miren, que nos posean, que nos idolatren creyendo que nos conocen. El poder que nos da estar del otro lado del vidrio siendo una estatua que late. Nunca hubiéramos querido terminar acá, encerrados en este círculo. Valentía nos falta para rendirnos y quebrarlo todo. Creemos que al destruirse la vitrina y el meteorito se apagarán los aplausos. Hay vergüenza en que nos vean llorar en el fondo del canal, derretirnos entre las aguas heladas.
Fumar marihuana, aunque sea legal, no es viable. Meditar es quizá la única opción para ver que el meteorito y la vitrina, como estas palabras, no existen por sí mismas. Hay una construcción detrás, construcción fabricada por el lenguaje, vía de las ideas. El cascarón al que le tememos es nuestro amo, pero nos recuerda que es también una ficción sujeta a deshacerse en el respiro. Lo que sí es cierto es que en algún tiempo y sitio el meteorito se va a estrellar.
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