Algo así nos pasó en el 2014 con la obra de Thomas Piketty Capital en el siglo XXI, libro que vino a poner sobre el tapete una nueva mirada al tema de desigualdad, con ojos frescos, creativos y sobre todo centrados en una parte del mundo a la que en apariencia la desigualdad ni le venía ni le iba. Con mucha evidencia y un gran sentido histórico nos alertó de las consecuencias negativas que tiene para el desarrollo. Ese fue el trueno.
Ahora comienzan a salir derivados de aquel esfuerzo que seguramente también van a cambiar el tono de las discusiones globales y nacionales. El Informe sobre la desigualdad global (IDG) 2018 se convierte en una enorme caja de resonancia y de estadísticas globales a la vista de todo mundo: combinación interesante de datos microeconómicos y macroeconómicos, mirada histórica y relevancia política para tratar de tomarle el pulso al tema. Ese es el «¡Jesús, María!».
Hay mucho material para comentar en el documento, por lo que solamente resalto un par de ideas que me parecen poderosas.
Primero, el reporte arranca diciendo que el IDG 2018 viene a llenar un vacío democrático. Interesante concepto que deja clara la conexión directa entre desigualdad y política y la necesidad de equipar al público con evidencia que le permita tener conversaciones más informadas para lograr una incidencia más efectiva en diálogos y acuerdos nacionales. Sin decirlo abiertamente, se desecha la solución fácil y antidemocrática de imponer soluciones unilaterales declarando ganadores y perdedores. El proceso de llegar a la solución es tan importante como la solución misma.
Segundo, señala que «no existe una única verdad científica al respecto del nivel de desigualdad deseable, y menos aún en cuanto al conjunto de instituciones y políticas socialmente aceptables para alcanzarlo. En última instancia, la toma de estas decisiones complejas es el resultado de procesos políticos y de la deliberación pública. Pero este proceso deliberativo requiere información de mayor calidad y creciente transparencia al respecto de la desigualdad del ingreso y la riqueza». Es decir, hay que perderle el miedo al tema y cuanto antes asumir que la desigualdad estará siempre presente, de manera muy dinámica y cambiante y siempre influida por el contexto histórico y la coyuntura por la que atraviese cada país.
Bajo esta lógica, el nivel de desigualdad deseable y las instituciones pasan a ser elementos fundamentales del contrato social que cada pueblo decide escribir y que siempre tiene derecho a revisar.
No voy a detenerme en los números específicos del reporte, pues esos están mucho mejor explicados en el documento. Solo diré que del texto destila una riquísima agenda de trabajo y de diálogo multidisciplinar alrededor de preguntas provocadoras como ¿debe el Gobierno poseer riqueza?, ¿qué hacer para resucitar el bienestar en la clase media?, ¿acaso se puede (y qué implica) vivir en un país rico con un Gobierno pobre? y ¿cuál es la relación entre desigualdad, disponibilidad de información y niveles mayores de transparencia?
Por cierto, Guatemala forma parte del IDG 2018. Eso es siempre esperanzador y siempre una buena noticia. Ojalá nos mantengamos allí. Nos conviene.
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