Edelberto Torres Rivas, dejémonos de farsas inútiles
Edelberto Torres Rivas, dejémonos de farsas inútiles
Cuando se le pregunta a los que lo conocieron bien cómo era Edelberto Torres Rivas, todos, inevitablemente sonríen, “tenía mucho sentido del humor”, dicen y casi todos sueltan su frase más recurrente: “dejémonos de farsas inútiles”, lo que decía al terminar un día de trabajo duro. Eso es lo que dicen los cercanos a él, los que no empiezan evocando su enorme obra, su trabajo por la sociología en la región, sus análisis profundos y brillantes. Edelberto falleció el último día del año pasado. Este es un intento por reconstruir la historia de su vida desde el principio. O más bien desde antes, desde el padre exiliado permanente, de la infancia cruzando fronteras, de la vida adulta en la universidad, de la cárcel, de los exilios –así, en plural– y de la vuelta a Guatemala. Todo siempre tapiado con ideas y palabras.
Edelberto era apenas un niño cuando veía a su padre marcar aquel extraño mapa con alfileres de cabeza roja y negra, seguidos por hilos que iban formando una abigarrada figura. Podría ser cualquier cosa. Quizá, en la mente del niño, era un monstruo de enormes pies y cientos de manos, al que no podía quitar la vista de encima. Para el padre aquello también era un monstruo, incluso más temible. Se trataba de un mapa de España en el que cada día marcaba el avance de Franco en rojo y el retroceso de la república en negro.
Edelberto padre se frotaba las sienes, preocupado, y Edelberto hijo lo admiraba sin comprenderlo. Sin sospechar aún que con los años se convertiría en su reflejo. Que de mayor tendería sus propios mapas por rutas insospechadas: de Guatemala a Chile, y de Chile a Inglaterra, de Londres a México y luego a Costa Rica, pasando por Argentina y España, y al final otra vez a Guatemala.
Edelberto Torres Rivas nació en Guatemala el 22 de noviembre de 1930. Pero si nació aquí fue solo una casualidad. Su padre llegó huyendo de Nicaragua, ese sería el primero en una cadena de exilios. Edelberto creció rodeado de libros, de discursos intelectuales, de hombres y mujeres de profundos pensamientos. También del calor de la política que acorrala, que empuja hacia afuera.
Murió también en Guatemala, el último día de 2018. Deja un legado para la región entera. Fue el impulsor de la sociología en Centroamérica, y se caracterizó por tener una mirada analítica y profunda sobre las relaciones y los sistemas políticos y sociales del istmo.
Edelberto vivió 88 años. Fue comunista y dejó de serlo. Se graduó de abogado. Fue Secretario General de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales Flacso en 1985. El creador del Informe de Desarrollo Humano en Guatemala, patrocinado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Autor de decenas de libros y artículos. Padre de cuatro hijos. Pero, sobre todo, Edelberto fue un hombre que aprendió a dudar. De todo. Y esa duda la supo convertir en respuestas.
Alguna vez dijo que su necesidad de encontrar respuestas, de dudar, venía de su casa, donde las contradicciones se encontraban en cada habitación. «Papá era masón, admirador de Krishnamurti y mi madre muy católica. Mi hermana mayor era evangélica y mi hermana menor era monja y se consagraba en Costa Rica, y yo era un joven comunista. Ese fue el ambiente crítico, difícil, de búsqueda, que no abandoné nunca», contó en una entrevista realizada en 2009.
Poemas de Rubén Darío
Edelberto Torres Espinoza era un muchacho aplicado, brillante, por eso tuvo el honor de dar el discurso del día de la independencia en Nicaragua, en la escuela normal de maestros donde estudiaba. Llevaba un texto ya preparado y se disponía a leerlo cuando se percató de que la bandera estadounidense ondeaba al lado del pabellón nicaragüense. Así que, en el último minuto, arrugó sus papeles y dijo en el micrófono que le parecía absurdo dar un discurso de independencia delante del símbolo de la ocupación norteamericana. Estaba pronto a graduarse de maestro, pero en lugar de eso se graduó de exiliado. Salió de Nicaragua a pie, con apenas lo puesto.
Marta Rivas era una mujer estricta. Ordenada. Meticulosa. La hija de un destacado profesor de Chiquimula, Macario Rivas. A finales de los años 20 se casó con Edelberto Torres Espinoza, un hombre divertido e ingenioso al que le gustaban los poemas de Rubén Darío y casi siempre tenía un verso en la boca. Pronto nació Myrna, luego Edelberto y por último Marta María. Los tres crecieron en la finca El Sauce, un terreno lleno de distintos tonos de color verde que se extendía hasta el horizonte.
«Para nosotros el fin del mundo era el final de la verde explanada, bordeada de árboles que terminaba en el enorme precipicio o barranco como lo llamábamos», cuenta Myrna en su libro de memorias. «Transcurrieron algunos años en que fuimos solamente dos hermanos y, yo como hermana mayor, me preocupaba mucho por Edelberto. Poco a poco le fui enseñando otros caminos, otros lugares donde jugar, cómo subirse a los árboles de guayaba y mecernos fuertemente sin peligro de que la rama se rompiese».
Edelberto padre se pasaba la vida leyendo y escribiendo. Y Marta a su lado, memorizando nombres, fechas y apellidos sin parar. Cuando el esposo trataba de recordar dónde leyó alguna anécdota o quién le contó algo, ella se lo recordaba con total seguridad: «esa historia está en el libro tal, por el segundo capítulo». Además, sus dedos eran imparables en la máquina de escribir. «Era una computadora viviente», recuerdan sus nietos.
En Guatemala logró graduarse de maestro y cobró fama como un intelectual de la pedagogía. Cuando Edelberto tenía siete años el padre recibió una oferta para volver a Nicaragua. Le invitaban a ocupar el cargo de Ministro de Educación. Aceptó, pero puso tres condiciones: no tener nada que ver con Somoza, ni siquiera reunirse con él; que dejaran a su familia en paz, y que le dieran libertad para hacer las cosas a su manera. Es así como vuelve a su tierra natal, ahora en compañía de Marta y de sus hijos. Al frente del ministerio logró importantes avances, creó la educación preprimaria, que antes no existía en Nicaragua, estableció el escalafón profesional para los maestros y trató de proclamar la educación laica. Hasta allí llegó. Los sectores conservadores de Nicaragua se escandalizaron y la familia volvió al exilio.
En casa de los Torres Rivas siempre había política sobre la mesa. «Papá pasó una buena cantidad de años preso en Managua, después en México por comprar armas para botar a Somoza. Exiliado permanente», contó Edelberto en una entrevista con Jorge Rovira Mas, realizada en 2009.
Por eso, Edelberto se involucró desde muy joven en la política; cuando tenía 13 años vivió la revolución del 44. «Participé activamente en las manifestaciones contra la dictadura –dijo– empecé a militar en la juventud del partido popular más importante de aquel entonces, el Partido de Acción Revolucionaria (PAR). Viví la adolescencia en una fuerte tensión política e intelectual».
En una ocasión, Edelberto padre fue invitado a dar una charla a Panamá en un programa de Unesco. Pero extrañamente el vuelo que debía viajar directo de Ciudad de Guatemala a Ciudad de Panamá aterrizó en Nicaragua. Nadie tenía claro por qué hacían esa parada fuera de ruta. Pronto, la portezuela del avión se abrió y entró caminando triunfante Somoza, había logrado desviar el vuelo solo para darse el lujo de capturar a Edelberto Torres Espinoza. Lo sacó esposado y lo confinó en una celda donde una gota caía perene sobre su frente. «Hasta las piedras se rajan con el agua», le dijeron. En Guatemala, Marta se afanó por movilizar a todos sus amigos y a las autoridades de Unesco para que le ayudaran a liberarlo. Lo logró. Más tarde Edelberto demandó a la línea aérea Pan American, por haberlo entregado, y, tras un difícil juicio que duró 15 años, ganó la demanda. La empresa le pagó una fuerte suma que él empleó en construir escuelas y bibliotecas en Nicaragua.
La familia también tuvo que exiliarse en El Salvador después de que el padre encabezara una huelga de maestros en contra del gobierno de Jorge Ubico. «A mi papá le tocó vivir la vida política de mi abuelo –cuenta Tito Torrres, su hijo– que siempre fue una vida de lucha antiimperialista, una lucha por la democracia».
De vuelta en Guatemala, Edelberto se inscribió en la Universidad de San Carlos, sus opciones eran pocas: estudiar economía o derecho. La carrera de sociología no existía entonces. Así que optó por derecho. «Pero era un abogado pésimo», dice Tito entre risas. Indiana, la hija mayor, recuerda los cerdos, gallinas y chompipes que recibía como pago por sus servicios, porque solía defender a gente pobre, sobre todo en casos laborales.
Esos años de universidad marcarían su vida, serían el primer eslabón en su formación política y los cimientos de sus convicciones. Allí, en la ciudad universitaria, empezó a labrase su propio mapa de exilios, mientras su padre y su madre huían a México, otra vez perseguidos.
Excomuniones tropicales y juventudes patrióticas
El coro de estudiantes cantaba a todo pulmón: «votad por Prado hijas mías, siervas babosas de Monseñor, si no del cielo va a caer en vez de pan, popó», y detrás caminaba Edelberto Torres Rivas, con sotana blanca, un hisopo de tuza y una bacinica llena de agua que repartía efusivo entre los asistentes a la Huelga de Dolores. Su parecido físico con el de monseñor Mariano Rossell y Arellano era evidente. Un exitoso trabajo de maquillaje.
«Llevaba como edecán al candidato a alcalde patrocinado por la iglesia católica de entonces, Martín Prado Veliz», recuerda el escritor José Barnoya, amigo de Edelberto y uno de los impulsores de la Huelga de Dolores, «Lionel Sisniega Otero era quien representaba al alcalde», agrega.
Como era de esperar, el arzobispo les regaló una excomunión, pero eso a Edelberto le daba igual. Edelberto era joven, mucho, entró a la universidad a los 17 años. Tenía mucha vida por delante y muchas ganas de vivirla. Entendía desde entonces, que la vida sería luchar por los ideales, como era la vida de su padre.
A principios de los años 50 se formó la Juventud Patriótica del Trabajo (JPT), de la que llegó a ser secretario general en 1953. Allí conoció a Olga, su primera esposa.
En dos ocasiones viajó como delegado chapín a festivales de la Federación Mundial de la Juventud Democrática. «Relataba que estando en Bucarest fue invitada la delegación guatemalteca a Pekín —explica Tito Torres— y en la larga marcha de casi un mes en tren transiberiano, entre vodka y pan obsequiado por campesinos de koljoses aledaños a la línea férrea, se fue leyendo revistas francesas ayudado por un diccionario, convirtiendo el viaje en un curso de francés».
Por eso años Guatemala vivía una extraña calma. La familia Torres Rivas también. El padre laboraba en el gobierno de Arévalo en el Consejo Técnico de Educación y había sido fundador de la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos. Edelberto hijo también vivía una época próspera, y dirigía el periódico de la Alianza de la Juventud. Pero los días de primavera democrática estarían por terminar. En 1954 el golpe de Estado contra Jacobo Árbenz Guzmán les trastocó la vida.
La historia es más o menos así: un día después del derrocamiento de Árbenz, un grupo de gendarmes armados toca a la puerta de la casa de la familia Torres Rivas. Abre el padre. «Venimos por Edelberto Torres», dicen, y el padre no pregunta el segundo apellido del hombre al que buscan. Se apresura a decir «soy yo», y se deja esposar. «En realidad iban por mi papá», dice Tito Torres. Como padre e hijo tienen el mismo nombre los guardias no se dan cuenta de que se han llevado a la persona equivocada. Edelberto padre pasa un año en prisión sin aclarar nunca quién era, y le deja así el camino libre a su hijo para huir a México.
La vida en México, ya se intuye, no fue nada sencilla. Primero trabajó como vendedor ambulante, llevaba de puerta en puerta máquinas de coser y les enseñaba a las señoras cómo hacer suéteres o calcetines. Más tarde, cuenta Secundino González, abrió un restaurante al que llegaban todos sus compañeros exiliados a comer. Pero todos eran pobres y por eso nadie pagaba, así que terminó en la quiebra. «El único que pagaba –dice Secundino– era un médico llamado Ernesto Guevara».
Tras unos años en el país vecino —allí nació su primera hija, Indiana— Edelberto y su familia regresaron a Guatemala en 1958. «Vuelve, pero a la clandestinidad», recuerda Indiana. «Él no podía trabajar, era mi mamá la que mantenía el hogar mientras mi papá estudiaba para terminar la carrera de derecho».
La vida de vuelta en Guatemala no era nada fácil y le esperaba lo peor: la cárcel. Una de de la que esa vez su padre no pudo salvarle.
La prisión
El guardia sacó a Guillermo Paz Cárcamo de un empujón. La celda donde lo tenían detenido era húmeda y fétida. Nunca se hacía limpieza y los detenidos no tenían más remedio que hacer sus necesidades dentro. La luz, una luz blanca y potente, cegadora, pasaba todo el tiempo encendida. Era imposible diferenciar entre el día y la noche. Estaba en el sótano del edificio de la Policía Judicial, una casona de madera que se erguía amenazante en la 14 calle de la zona 1. Le llamaban La Tigrera y era el recinto donde iban a parar todos aquellos detenidos que no podían defenderse, los que no contaban con un abogado para paliar sus penas. Desde ladrones de poca monta hasta ebrios escandalosos. Pero también presos políticos como Guillermo, detenidos por su ideología.
Ese día saldría un momento, solo un momento, de La Tigrera, pero era difícil determinar si salir era peor que quedarse, porque ya intuía que lo llevaban a la sala de interrogatorios, donde las cosas, ya se sabe, no eran para nada mejores. Era marzo de 1964 y en el camino hacia el interrogatorio Paz Cárcamo descubrió un rostro conocido, en una de las celdas del segundo nivel estaba Edelberto Torres Rivas, demacrado y abatido. Se saludaron con la mirada. Decir una sola palabra significaba condenarse.
Guillermo recordó los días en los que, donde solían encontrarse era en la Universidad de San Carlos y no un edificio siniestro, escenario de torturas. Entonces las palabras no estaban prohibidas, por el contrario, los discursos de Edelberto eran aplaudidos por los estudiantes.
Torres Rivas había sido detenido en 1964 porque era el abogado del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), había hecho labores para el sindicato del PGT y el gobierno de Peralta Azurdia iba detrás de todos los sindicalistas. La familia se preparaba para las vacaciones de Semana Santa y los niños estaban ansiosos por ir al mar, pero el verano nunca llegó. En lugar de eso, pasaron los días preguntándose por qué papá se había ido de la casa.
Tito recuerda el día en el que por fin le permitieron verlo; estaba detrás de unas rejas y un policía impidió el abrazo que el niño deseaba darle a su padre.
Aunque Edelberto nunca militó en el movimiento armado, sí le reconocen como el formador de algunos de sus altos mandos. «Muchos militantes de la guerrilla eran discípulos políticos de Edelberto –recuerda Paz Cárcamo– incluyéndome a mí. Otto René Castillo, Rogelia Cruz, a ellos los formó políticamente Edelberto. Por eso en broma yo siempre decía que Edelberto me reclutó». Guillermo Paz Cárcamo reconoce que sus inquietudes políticas empezaron durante una charla que Edelberto impartió en la facultad de Ingeniería, donde él estudiaba. «Él me embarcó en todo esto», dice y ríe, medio siglo después, consciente de que el hecho de que no hayan asesinado a ninguno de los dos fue un milagro.
El milagro de Edelberto llegó desde Chile. Cuando llevaba unos meses en prisión su esposa recibió una carta de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), en la que le anunciaban que lo habían aceptado para estudiar sociología en ese país. Era 1963, los años de antesala al verdadero terror. «En ese tiempo los habeas corpus funcionaban», recuerda Guillermo Paz, todavía había pequeñas ventanas de diálogo que la familia de Edelberto utilizó.
Llegaron a un acuerdo: le dejarían salir de prisión, pero debía abandonar el territorio nacional ese mismo día. Tito recuerda que pasó por la casa, sacó una maleta, se despidió de los niños y se fue. Tendrían que pasar 30 años para que pudiera volver. Más tarde la familia se reunió con él en Santiago.
Así fue como Edelberto pudo por fin llegar a Chile e inscribirse en el posgrado en Ciencias Sociales de Flacso. Ya antes había solicitado la inscripción, pero el PGT le había negado el permiso para viajar, «me lo prohibieron con el argumento de que la lucha armada estaba llegando, que no podía irme», escribió Edelberto.
«Fue criticado por no regresar para meterse a la guerrilla», recuerda Indiana Torres. «Pero cada quien cumple su papel en donde le toque estar y lo que le da satisfacción; y mi papá lo tenía muy claro, había tomado una decisión de lo que tenía que hacer con su vida y su vida ya era académica».
«Hay gente que sirve para una cosa y gente que sirve para otra —dice categórico Paz Cárcamo— en una guerra hay “tira tiros” y estrategas. Edelberto era un analítico, no un “tira tiros”».
¿Le pesaban esas críticas? Indiana responde categórica: «Le pesaban los muertos». Muchos de sus amigos cercanos murieron o fueron desaparecidos. La socióloga costarricense Nora Garita recuerda el día en que Edelberto le llamó para contarle del asesinato de un amigo en común, lloraron largo rato por el teléfono. Solo lágrimas, no había palabras que se pudieran decir. De los miembros de aquel comité central del PGT, Edelberto fue el único que murió por causas naturales, todos los demás fueron asesinados.
Pero, aunque Edelberto se fue, siempre estuvo cerca. «Fue un alejamiento físico nada más —cuenta Indiana— en la casa en Chile, Guatemala siempre estuvo en medio, siempre estuvo esa preocupación constante. Siguió apoyando, pero no necesariamente militando o en total acuerdo con lo que estaba pasando en el PGT».
Parte de ese apoyo fue trasladar dinero que los soviéticos enviaban al PGT en Guatemala. Tito recuerda la vez que le dieron un fardo de billetes en Perú, Edelberto los cosió minuciosamente a su abrigo, por la parte de dentro y así logró pasarlos por el aeropuerto.
Interpretar Centroamérica
La vida en Chile fue maravillosamente intelectual. Al llegar Edelberto se encontró con un mundo fuera de lo común, apertura para pensar y escribir, libertad para decir y un ejército de pensadores que se pasaban la vida estudiando las sociedades complejas de Latinoamérica. «Chile era quizás el espacio académico e intelectual más desarrollado y más estimulante para las ciencias sociales de entonces en América Latina», cuenta Jorge Rovira Mas, sociólogo costarricense, autor de una antología de la obra de Torres Rivas y amigo cercano de él.
«Se encontraban en las librerías muchos libros, pasaban por Santiago numerosos extranjeros. Son coyunturas difíciles de repetir en sus dimensiones intelectual, cultural y política de finales de la década del 60. Esos años fueron únicos, conmovidos por la muerte del Che Guevara en 1967, la aparición de Cien años de soledad en ese mismo año, la revuelta de los estudiantes franceses de mayo de 1968, el éxito de Los Beatles que marcaron una renovación en la música popular», le contó Edelberto a Rovira.
Si bien, antes él era uno de los objetos de estudio, ahora pasó a ser el hombre detrás del microscopio. Y aquello le fascinó, muy pronto descubrió su vocación académica, su cerebro brillante que podía analizarlo todo y su capacidad para trasladarlo en palabras.
«En Chile se entrega con fervor al mundo académico», cuenta Indiana, «empieza a destellar, aun siendo estudiante». Luego de graduarse del posgrado en Flacso, se integra al Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social como ayudante de Fernando Henrique Cardoso, quizá el sociólogo más influyente de la época en América Latina.
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Cardoso le invitó a formar parte del «seminario de los jueves», un grupo de intelectuales que se reunían a debatir, a crear nuevas teorías. «Yo asistía entusiasmado, estimulado y algo “asustado” frente a aquella calidad del debate», recordó Edelberto.
«Ahí me inspiré y escribí Procesos y estructuras de una sociedad dependiente. Cuando se publicó en Santiago en 1970 tuvo este nombre, pero en Costa Rica, dos o tres años después, le cambiaron el nombre a Interpretación del desarrollo social centroamericano».
Fue en esas tertulias de los jueves que se desarrolló la teoría de la dependencia, de la cual Edelberto formó parte.
«La teoría de la dependencia dice que los primeros países industrializados sirvieron como la punta de la cabeza del cometa que arrastraba a los otros países, y de alguna manera los viene jalando —explica Gustavo Arriola, quien fue un amigo cercano de Edelberto— pero una relación de dependencia que no permite que esos países logren salir de ese estatus, no logran industrializarse, sino que únicamente sirven para alimentar el desarrollo de los otros».
«La teoría de la dependencia supone que el imperialismo no es una variable exterior, sino que ya opera en el interior de la sociedad nacional y en consecuencia es ahí donde el comportamiento de la burguesía reproduce las relaciones de dependencia», explicó Edelberto.
Interpretación del desarrollo social centroamericano fue el primer paso en el largo camino que recorrió: pensar Centroamérica. «Hemos formado varias generaciones de sociólogos con ese libro», cuenta Arriola, «daba toda una nueva pauta de interpretación de cómo era la historia conjunta de Centroamérica, más que de país en país. Tenía una visión regional y apuntaba cuáles eran las debilidades de la región por las cuales la mayoría de los países no han tenido desarrollo real».
«Este libro marcó a muchas generaciones —escribe el economista Juan Alberto Fuentes, refiriéndose a interpretación del desarrollo social centroamericano—, incluyendo la mía y a mí mismo, al proporcionar una visión crítica de la forma en que Centroamérica se había insertado en la economía mundial. Contrastó los efectos de contar burguesías agra-exportadoras y enclaves bananeros, y presentó una perspectiva centroamericana histórica conjunta, a pesar de la fragmentación de la región».
«En los años 70 los grandes libros que fundan las ciencias sociales de Guatemala son Severo Martínez, La Patria del Criollo y Guzmán Böckler con La interpretación histórico social. El tercero, al mismo nivel, es Interpretación del desarrollo social centroamericano de Edelberto, exactamente publicado en la misma época», opina Luis Méndez Salinas, quien fue editor de Edelberto.
«En Interpretación… Torres Rivas plantearía la crítica más penetrante al proceso de integración económica centroamericano iniciado en 1960, insistiendo en sus límites y en sus causas. Su argumento de fondo destacaba que el proyecto de creación de un mercado común para los productos industriales y el fomento la industrialización con alcance regional que le era concomitante, enfrentaban restricciones cuya modificación se había soslayado por razones políticas: el problema de la tierra, de su alta concentración en pocas manos, la insuficiencia del desarrollo capitalista en el agro, la explotación que experimentaba la población en las zonas rurales, a todo lo cual venía a sumarse la enorme concentración del ingreso en los estratos altos y medios altos de la sociedad centroamericana, no obstante el elevado crecimiento que entonces experimentaba», explica Rovira Mas, en el texto Edelberto Torres Rivas: dependencia, marxismo, revolución y democracia.
Los cercanos a él, reconocen que Edelberto no era un intelectual ortodoxo, era capaz de cuestionar y cuestionarse. De avanzar, de cambiar de parecer.
«Después cuestionó la Teoría de la dependencia, a mí eso me parece importante, el hecho de que él hubiera creado algo no quería decir que fuera inamovible», dice Indiana Torres. «La teoría de la dependencia, con todos los defectos que se le pueda adjudicar, fue la primera teoría latinoamericana sociológica de la modernidad y Edelberto formó parte de eso», opina el escritor Mario Roberto Morales.
Edelberto también fue criticado porque su obra no tuvo enfoque de género. Nora Garita lo dijo públicamente durante la presentación de Revoluciones sin cambios revolucionarios, pero Edelberto, lejos de molestarse, al final de la charla fue a saludarla y se excusó: «es que yo soy un viejo machista Norita», le dijo en tono de broma.
Indiana lo pone en duda. Para ella su padre no fue un «viejo machista», la prueba es la educación que le dio. «Se le ha criticado por no tener enfoque de género –dice– pero para mí siempre planteó igualdad; yo tengo 62 años y la vida para mis contemporáneas era casarse y seguir los roles establecidos para las mujeres, para mí no, yo tuve un apoyo total de mi padre para estudiar medicina», cuenta.
Comunista, marxista y Semilla
Ricardo Saénz de Tejada traza de memoria un mapa de la vida de Edelberto, una línea de tiempo que empieza con su nacimiento y va creciendo con los años. Se detiene un momento en los 60 y reflexiona: «aquí empieza a haber una preocupación por la democracia, él capta que la revolución armada es imposible, y empieza a pensar entonces en las posibilidades de la democracia». Es un punto de quiebre. Un pequeño terremoto.
El propio Edelberto se lo explicó a Rovira Mas en una entrevista: «Rechazábamos la democracia formal porque esa era la democracia burguesa y la veíamos más burguesa que democrática. Buscábamos la democracia real como sinónimo de poder social, popular, y por una inferencia sectaria la identificábamos con la democracia socialista. ¿Cuál? Pero, al mismo tiempo, todos los movimientos populares, la guerrilla en su oportunidad, tuvieron programas en los cuales el principal objetivo de lucha era la tierra y la democracia. Califico a los procesos revolucionarios en Centroamérica como procesos que fueron motivados más por razones políticas que económico-sociales. La revolución para nosotros era una Revolución política: la lucha por la participación democrática. Pero cuando se planteaba ya más en concreto qué era lo que esto significaba, decíamos que esa democracia sólo se podía construir en la nueva sociedad».
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Y agregaba: «Pero del socialismo no teníamos ninguna idea precisa y por momentos repetimos lo de la “inevitable dictadura del proletariado”. Confundimos lo antiautoritario como el antecedente de las luchas para llegar así al poder. Después hemos tenido que hacer una larga y necesaria rectificación. La democracia formal en Centroamérica hubiera significado que si un guerrillero era detenido por subversivo podía ser juzgado, podía recurrirse al habeas corpus, a la legislación existente. Pero eran asesinados, por eso hubo muy pocos presos políticos, juntos apelábamos a una democracia ideal, a una democracia inexistente. De esa confusión deduzco que la izquierda no era democrática. Las raíces autoritarias de la izquierda se reforzaron con la lucha armada».
En Chile uno de los profesores de Edelberto le confesó que él había presionado para que se quedara trabajando en Flacso porque sabía que al pasar años lejos del país y estudiando sociología iba a dejar de ser comunista, «y así ocurrió», dijo Edelberto en la entrevista con Rovira. «Dejé la militancia y la abogacía. No renuncié a mis ideales progresistas, pero me hice sociólogo».
«Yo era militante comunista, pero éramos militantes sin marxismo –contó Edelberto en la entrevista con Rovira–. En Chile estudié El capital, no en Guatemala. Dejé de ser militante, pero me volví marxista. Tuve que dejar de ser comunista para ser marxista (…) Muchas de las cosas que empecé a escribir en ese momento, como el ensayo Ocho claves para comprender la crisis en Centroamérica, reflejan un intento por entender cómo justificar un proceso en el que el orden político tenía que ser alterado para construir la democracia, y no la democracia para que cambie el orden social».
Luego de eso, continúa, se vio obligado a a repensar la democracia como punto de partida para reordenar la sociedad. «En este momento pienso que la perspectiva está planteada de esa manera para las fuerzas de izquierda, luchar por la democracia. No hay una Revolución en el horizonte inmediato; frente a la falta de un referente socialista, ¿cuál es la tarea? La manera de ser revolucionario hoy día es ser reformista. La revolución se hace introduciendo las reformas al capitalismo en tanto que ellas conducen a la imposibilidad misma del capitalismo frente a un futuro que no podemos denominar».
Mario Roberto Morales señala que aunque para muchos la figura de Edelberto «pueda ser discutible ideológicamente» y sus libros «puedan estar sujetos a crítica», lo indiscutible «es su papel pionero como sociólogo y además como formador de científicos sociales. A pesar de nuestras diferencias, yo estaba más a la izquierda que él, nunca peleamos, nunca tuvimos una enemistad y siempre fue muy respetuoso».
Tras esos años de intensa vida académica en Chile, consiguió una beca para estudiar el doctorado en la universidad de Essex en Inglaterra. La familia se trasladó entonces a Europa. Allí Edelberto recibió una invitación que le emocionaba: dirigir un programa regional de Ciencias Sociales en la Universidad de El Salvador. Le alegraba volver a Centroamérica, el centro de todos sus estudios, pero también llevar la carrera que tanto amaba a la región, se formarían los primeros sociólogos centroamericanos de la historia. Antes de llegar a El Salvador, pasaron por México, para visitar a los abuelos que para entonces ya estaba radicados definitivamente en ese país. Pero el sueño se truncó de pronto: el presidente salvadoreño le prohibió la entrada al país. «Nos quedamos varados en México de un día a otro», recuerda Tito.
Edelberto entonces consiguió un empleo en la Universidad Nacional de México y olvidó por un tiempo el sueño de la formación de sociólogos en Centroamérica. Hasta que le llegó una invitación de Sergio Ramírez, el escritor nicaragüense que hoy es premio Príncipe Cervantes y para entonces dirigía el Consejo Superior Universitario Centroamericano. Le ofrecía dirigir el programa desde Costa Rica. No lo dudó y así, otra vez, cambió de país.
«Edelberto tiene el indiscutible mérito de haber sido el primer sociólogo de Centroamérica», dice Morales. Bajo su dirección se creó la licenciatura centroamericana en Ciencias Sociales, es por eso que le llaman el «decano de las ciencias sociales en Centroamérica». No solo se dedicó a la investigación y en análisis también se preocupó por la formación de las futuras generaciones de sociólogos, el relevo generacional.
Sus alumnos lo recuerdan como alguien muy generoso, con una intensa vocación por compartir sus conocimientos. Leía de todo. No le decía que no a nadie, y así, muchos estudiantes le llevaban sus artículos, sus tesis y sus ensayos, que él leía y comentaba con esmero.
En Costa Rica creció su vida académica. Fue nombrado Secretario General de Flacso en 1985 y escribió decenas de ensayos y artículos «Todo esto va paralelo al proceso político que se va dando en Centroamérica –recuerda Tito Torres– entonces la gente que estudia sociología es gente de izquierda, que tiene alguna vinculación política. El desarrollo de las ciencias sociales en Centroamérica y el auge revolucionario en la región son paralelos, se traslapan».
Volvió a casarse en Costa Rica y allí nacieron sus otros dos hijos. Su vida se volvió apacible y dedicada de lleno al conocimiento. «Ya era otro para entonces», dice Tito y recuerda una anécdota para ejemplificarlo. Debían ir por su hijo menor a una piñata, pero se retrasaron, llegaron una hora tarde y el niño de cinco años estaba sumamente molesto: «Y díay cara de picha ¿por qué tan tarde?». Edelberto se rio. «Yo jamás le hubiera contestado así a mi papá de pequeño», asegura Tito.
Cuando llevaba cuatro años en Costa Rica le llegó otra invitación para mudarse de país, esta vez para trabajar en la Unesco en Argentina. Pero su tiempo allí no fue muy largo. El golpe de Rafael Videla en 1976 lo obligó a volver a Costa Rica.
A mediados de los 90, Edelberto se trasladó a España, donde impartía clases en el Instituto para Relaciones de Europa y América Latina, y en la universidad de Salamanca en Madrid. Bernardo Arévalo, que entonces era embajador en España, recuerda el día que conoció a Edelberto. «Hablamos de Guatemala, de la posibilidad de que terminara el enfrentamiento y la necesidad de esto para empezar una verdadera democracia. Comimos, recuerdo, conejo al ajillo, pues era el menú del día, y tomamos una botella de Marqués de Cáceres. Lo tengo grabadísimo. También había una conexión alrededor del buen comer, de los vinos. Esa primera plática fue un rompe hielo y logramos tener una comunicación más allá de la formalidad, del embajador y el profesor. Fue una conversación de otro tipo. Luego empezamos a frecuentar a Marta Casaus y Arturo Arias, que también estaba en Madrid. Nos reuníamos regularmente, hablábamos de la paz, del racismo; fue un periodo sumamente memorable».
En Madrid, Edelberto vivía en el barrio de Lavapiés, una zona popular en la que residían, sobre todo, inmigrantes. En la esquina de su edificio había un bar gallego, donde varias tardes comía pulpos al ajillo acompañados de vino. Sus amigos de entonces solían encontrarlo allí, frente a la enorme barra sin sillas, donde todos comían de pie.
En España le llegó la ansiada oportunidad, le invitaron para volver a Guatemala. Tras la firma de la paz, llegó para concretar otro de sus grandes aportes para el país: El informe de Desarrollo Humano, hasta entonces, en Guatemala no conocíamos los números de nuestro desarrollo, Edelberto y su equipo se encargaron de medirlo desde entonces, hasta la fecha.
No fue fácil, «la protesta del sector empresarial fue inmediata. No conviene, dijeron, hablar tanto de pobreza porque el asunto puede convertirse en algo subversivo», comentó Edelberto en 2009. «Hoy día ya ha penetrado en la opinión pública que la pobreza se puede medir y las desigualdades se pueden comprobar (…) Los informes han probado, por ejemplo, que en el transcurso de los últimos años hubo traslados de recursos obreros hacia el capital financiero. ¡La clase obrera cediendo recursos al gran capital! Y es cierto que, ante una realidad como esta, que aparece publicada por Naciones Unidas, hay un impacto».
«En Naciones Unidas fue que comenzó a tener espacio para proyectarse y en algún momento, conociendo los informes que se publican globalmente, pensó que podía entrarle a este proyecto y llenar un vacío de información que había en ese momento en Guatemala, porque después de haberse firmado la paz no había acceso a información que fuera válida o confiable», explica Gustavo Arriola.
Y fue en Guatemala donde Edelberto encontró a la que sería su compañera hasta el último día.
Ana María Moreno y Edelberto se habían conocido en Chile, él era amigo del exesposo de Ana María y alguna vez llegó a cenar a su casa en Santiago. Al volver a Guatemala, ya los dos divorciados, se encontraron en varios eventos culturales, pero apenas hablaron. Hasta que en la oficina de Ana María empezaron a recibir llamadas extrañas. Un hombre que preguntaba por ella y se identificaba con nombres de personajes famosos, pero nunca hablaba. La secretaria siempre le llevaba los mensajes: «le llamó Benito Juárez». Ana María estaba extrañada, «no sé por qué, pero a mí me suena como que es don Edelberto», le dijo la secretaria, y efectivamente era él. Ana María le respondió el teléfono a don Benito y salieron a cenar. Fue el inicio para una vida juntos.
Edelberto fue siempre un hombre disciplinado. Todos los días se levantaba a las cinco de la mañana para ir al gimnasio. Al volver de la oficina, se sentaba a trabajar en su computadora, hasta que Ana María le llevaba un helado, no podía negarse a ese placer.
También era un amante de la música. De todo tipo. Arévalo lo recuerda: «en la música él tenía lo que nosotros llamábamos un gusto omnívoro. Así como disfrutaba de la séptima de Beethoven —incluso pidió que se tocara el segundo movimiento durante su velatorio— a él le fascinaban los boleros. Escuchaba a José José, le gustaba el arte popular».
Cuando dejó de conducir su vehículo, seguía levantándose temprano para hacer ejercicio en casa. Después, Ana María lo llevaba al trabajo. Salvo las últimas dos semanas de su vida, siempre estuvo activo, leyendo y escribiendo. Falleció a causa del Parkinson, en casa, rodeado de sus hijos.
Su legado para Centroamérica es amplio. «Además de su obra que es inconmensurable, nadie tiene todo lo que él llegó a producir, yo creo que él fue un ejemplo de intelectual público, que se posicionó frente a los problemas políticos y de la sociedad siendo coherente con su pensamiento», dice Sáenz de Tejada.
Tatiana Paz Lemus, antropóloga que laboró en el Informe de Desarrollo Humano, destaca Guatemala un edificio de cinco pisos, un texto corto en el que Edelberto compara la sociedad guatemalteca con los habitantes de un edificio, arriba viven los más adinerados y abajo, en los sótanos, se amontonan los más pobres, sin posibilidades de subir y con poco o nada de acceso a los servicios, incluso a la luz. «El impacto que ha tenido este libro ha sido mucho más grande que algunos de los libros más importantes de él, en términos de que pudo explicar a un público muy grande la desigualdad y cómo es que las oportunidades se limitan bajo este sistema», explica Paz.
El texto original del edificio de cinco pisos se publicó por primera vez en elPeriódico, pero más tarde, Carmen Lucía Alvarado y Luis Méndez Salinas, los fundadores de Editorial Catafixia, decidieron convertirlo en un libro, en el que también recuperaban sus columnas de opinión. Méndez Salinas recuerda que el día que le propusieron la idea –los recibió en su casa en zona 9– le dijeron con mucha pena que no creían que fuera a recibir regalías, que le entregarían 50 ejemplares y nada más. «No se preocupen por eso –se apresuró a decir Ana María Moreno– Edelberto en toda su vida no ha ganado un quetzal por los libros que ha escrito».
«Yo recuerdo que le dijimos que nos daba penita que nuestro caso no iba a ser la excepción, pero te das cuenta de un individuo que pasó 60 años de su vida produciendo ideas, publicando ideas, nunca recibió plata por eso», agrega Méndez.
El último libro que escribió fue Revoluciones sin cambios revolucionarios, que ganó el el Premio Iberoamericano de la Latin American Studies Association. «Las dos obras más importantes de Edelberto son las que he calificado como su ópera prima, Interpretación del desarrollo social centroamericano (1969), y su libro más reciente, Revoluciones sin cambios revolucionarios (2011)», explica Rovira. El libro es, en palabras de su autor, «un conjunto articulado de ensayos sobre la crisis política de los años 70/80 del siglo pasado que condujo a intentos revolucionarios en El Salvador, Nicaragua y Guatemala».
Otra de sus últimas obras fue la creación del Movimiento Semilla, un grupo de intelectuales y acádemicos que, en un principio, se reunía para análizar la situación nacional y que más tarde se transformó en partido político. Edelberto fue su primer secretario general, en 2016, aunque entonces fue llamado «secretario provicional», antes de que el partido consiguiera su inscripción.
En 2017 salió a la luz la antología Historia de Guatemala, un resumen crítico, del que Edelberto fue el compilador. Ese fue su último trabajo. Sobre su mesa de noche quedó un libro de Sandor Marai a medio leer. En su biblioteca casi toda la colección de obras de Haruki Murakami, uno de sus autores preferidos. Y en la mente de los que lo conocieron quedó una sonrisa, esa sonrisa que él siempre contagiaba.
Todos recuerdan su típica frase «dejémonos de farsas inútiles» al momento de dar por terminado el día de trabajo. Tatiana Paz una tarde encontró un libro sobre su escritorio, le pareció haberlo visto antes, hizo memoria y llegó a su mente la imagen de ese mismo libro en el cubo de la basura de la oficina de Edelberto Torres Rivas. Se extrañó, abrió su primera página y notó que estaba dedicado. El autor le había dejado un mensaje especial para ella. Pero curiosamente esa letra se parecía mucho a la de Edelberto. «Edelberto ¿usted me dedicó un libro y lo firmó como si fuera el autor?», le preguntó. Edelberto lo negó entre risas. «No lo vaya a tirar que se lo vinieron a dejar», le dijo y volvió a su oficina. Un libro en la basura no era algo que Edelberto pudiera soportar.
Nota de edición: (03/03/19 a las 14:37) La versión original decía que Edelberto Torres-Rivas nació en 1932 y vivió 87 años. Lo correcto es que lo hizo en 1930 y durante 88.
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