El proyecto conservador no era conquistar la libertad, sino asegurar que la transición del antiguo orden colonial a la nueva vida independiente no pusiera en riesgo sus privilegios de clase. Para la protección de sus propiedades y de su posición de clase, los acuerdos políticos estaban más allá del deseo popular. Más bien fue una cuestión de pactos entre élites.
Según Edelberto Torres-Rivas, la reforma liberal tuvo dos dimensiones: una reformista y una estática. La primera se refiere al carácter liberal del Estado, que consistió en la constitución de un poder que basó su legalidad en el reconocimiento de la igualdad a través de las garantías individuales: diversidad religiosa y derecho a organizarse y a manifestarse en los espacios públicos, así como a la libertad ideológica, económica y de trabajo. Y la segunda, al carácter autoritario de la oligarquía, basado en la gran propiedad de la tierra, la riqueza y la producción agraria, que llevaba a cabo el circuito de la producción del producto base de la economía nacional por medio de la explotación laboral bajo modalidades coloniales y precapitalistas en una sociedad poco estratificada y sin una cultura política consolidada.
Los inicios del Estado nacional moderno estuvieron marcados por pérdidas de extensiones territoriales. Los límites territoriales que definieron la jurisdicción interna del Estado de Guatemala se redujeron por arreglo económico, por arrebato o por intercambio de territorios por obras. Para Regina Wagner y Edelberto Torres-Rivas, los rasgos fundamentales del Estado nacional moderno y por consecuencia liberal en Guatemala fueron tres.
Primero, una élite nacional que en su condición de grupo dominante hizo que sus miembros tuvieran la capacidad o crearan las oportunidades para acceder al poder, promoviendo así sus intereses económicos, organizándose políticamente y produciendo ideologías para acrecentar su dominio. La fracción más poderosa era la de los cafetaleros y los comerciantes, que a través de la economía y del mercado interior configuraron una estructura económica capaz de producir y sostener la arquitectura de la política nacional, tribuna esencial para seguir desarrollando y consolidando el poder establecido. Por medio de esta concentración de poder, la élite nacional expandió sus intereses con la ayuda de la fuerza económica y militar. Eso quiere decir que la militarización del poder local también fue clave para consolidar la centralización de poder a través de la combinación de funciones (comandantes de armas y jefes políticos).
Segundo, la creación de una nación homogeneizadora, y no homogénea, lo cual se llevó a cabo estableciendo roles diferenciados: los ciudadanos eran los varones mayores de 21 años que tuvieran ingresos o profesión, y la fuerza de trabajo, la población indígena. De esa cuenta se formó un Estado antes que una identidad nacional, impidiendo así la profundización de un sentido de pertenencia, la aceptación de un pasado en común y las lealtades al Estado. El Ejército profesional fue uno de los instrumentos de la nación homogeneizadora. El Ejército creció y se profesionalizó a partir de 1871, de modo que formó parte de la constitución del Estado nacional moderno, con el poder estatal en el centro de la agenda política de dominación. Otro instrumento fue el sistema monetario y fiscal. La moneda como uno de los rasgos relativos a la nación es el mecanismo que permite las transacciones en el mercado. El régimen fiscal, por su parte, constituye la base de la estructura administrativa del Estado. La consagración de la relación poder público-sistema fiscal permitió que el Estado se forjara como cobrador de impuestos, y los impuestos cobrados, a su vez, permitieron la constitución de un Estado moderno. El histórico déficit fiscal, las debilidades de la moneda acreditada y la inexperiencia del banco nacional (institución a la que se le retiró la potestad de administrar los recursos del Estado después de 1874) son antecedentes que impactaron negativamente en el desarrollo del Estado nacional moderno.
Tercero, la Iglesia y el Estado. Para Edelberto Torres-Rivas, la desvinculación de la Iglesia fortaleció la autonomía del Estado y definió mejor los fueros o las jurisdicciones de ambas instituciones. Se afirmó de esta forma la distinción secular entre lo confesional-privado y lo público-estatal. Para Regina Wagner, a pesar de que la Iglesia fue desplazada por el Ejército de toda influencia política, económica y educativa, su influencia en la toma de decisiones de la vida nacional se mantiene, ya que es una consecuencia natural de la casi ausencia de un poder político real y legítimo basado en la soberanía del pueblo. Ambos son tajantes en afirmar que, durante la reforma liberal, la Iglesia católica ya no influía directamente en las decisiones del Estado de una forma pública y deliberada.
Sin embargo, la Iglesia católica sí mantuvo una posición de clase y un estatus que le permitían liderar la conciencia de la mayoría de los guatemaltecos y el contenido de la ideología hegemónica. Era un poder ampliamente aceptado por la sociedad, que ejercía su influencia tras bambalinas y cuya visión de mundo y de país era adoptada en la vida cotidiana por los guatemaltecos y por los funcionarios que dirigían el Estado. Para que la Iglesia ejerciera su poder durante los años de la reforma liberal no fue necesaria la formalidad ni la ostentosidad de bienes y privilegios. Bastó con ser parte fundamental del pensamiento y de la cultura predominante, los cuales sí impactaban directamente en la vida política, económica y educativa del país. Y lo siguen haciendo hasta nuestros días.
La propensión a ser como súbditos fue más fuerte que la voluntad cívica de los ciudadanos; y el deseo de seguridad, más importante que el de libertad.
Edelberto Torres-Rivas
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