La comisión anticorrupción de Giammattei será un fracaso, a menos que…
La comisión anticorrupción de Giammattei será un fracaso, a menos que…
La Comisión, como debemos llamarla según el acuerdo gubernativo que le da vida, no funcionará. En sí misma servirá para poco. Es un instrumento débil y efímero, pero nos ofrece una oportunidad: movernos hacia un modelo más sólido. Hay varios detalles que el Presidente puede tomar en cuenta para mejorarla.
Toda causa ardua necesita sus adalides. Las personas que dirigen cruzadas son importantes para el éxito. En la lucha contra la corrupción, cruzada formidable, deben contar con los arrestos para abordar un problema que afecta a los intereses delincuentes. Con eso se enfrentan. Sumen instituciones débiles y una arraigada tradición de violencia política y entenderán que se necesitan almas muy especiales para hacer de este tipo de acometidas empresas exitosas.
Las personas son importantes, sí, «voluntad política» lo llaman. La Cicig fue pocas veces incómoda para el sistema político guatemalteco hasta que la dirigió el temerario fiscal Iván Velásquez, curtido en batallas colombianas de narco y corrupción. Movido por unas circunstancias nacionales e internacionales ajenas a él, decidió perseguir a estructuras de poder antes intocables, con consecuencias de sobra conocidas.
Pero es preciso mirar más allá de personas.
Las comisiones anticorrupción improvisadas suelen ser un fracaso. De las innumerables figuras institucionales de este tipo, los casos de éxito se cuentan con los dedos de una mano. La causa no es la falta de valentía de sus miembros en las decenas y decenas de países donde se han implementado. Sin un diseño institucional adecuado hasta el más galletudo de los quijotes se puede sentir impotente.
Eliott Ness convertido en un lindo gatito
Los autores que abordan el fenómeno de la corrupción en general y de comisiones en específico han encontrado algunas características que explican el éxito de unas y el fracaso de otras. Un breve repaso nos ayudará a entender de qué hablamos.
Las comisiones anticorrupción deben ser autónomas, independientes de los intereses políticos. Esto significa que se debe construir un muro de protección a su alrededor para evitar que la capturen los intereses corruptos.
Esto nunca es fácil. Nada garantiza en la vida la pureza pero hay mecanismos que ayudan. El primero de esos es la manera en la que se elige a quienes dirigen la institución y la capacidad de decisión que se les otorga.
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Para ilustrarlo con el caso más conocido por los chapines pongamos de ejemplo la Cicig. El Secretario de Naciones Unidas, un actor externo a Guatemala, y por lo tanto a su sistema político, se encargaba de nombrar unilateralmente a quien dirigiría la Comisión (se guardaban formas diplomáticas de aceptación del nombramiento pero eso no estaba en el convenio) y se establecía con esa persona un contrato por cuatro años. Una vez nombrado, el acuerdo le daba autonomía e independencia, incluso con respecto al propio Secretario, para organizar la institución y tomar decisiones sobre los procesos de investigación. Ese modelo de actor externo con derecho a veto, externo, permitió que los diversos comisionados tuvieran, en principio, libertad de acción frente al resto del sistema político.
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Otra forma de darle autonomía es imponer unos requisitos exigentes para el cargo. Eso reduce la arbitrariedad de quien nombra, y obliga a que existan criterios no solo políticos sino también de mérito. Si además se ofrece claridad en los criterios de destitución, y periodos largos y estables de ejercicio del mandato, mejor que mejor. Imagínense el efecto que tendría una Fiscal General que pudiera ser removida en cualquier momento de su cargo por el Presidente, como por otra parte sucedía antes. El Presidente podría siempre utilizar de forma directa su poder para impedir que lo investiguen quien debería hacerlo. La esencia de la impunidad.
Las comisiones anticorrupción deben tener recursos abundantes y garantizados. En la medida de lo posible manejados como propios. Muchos son los casos en que un instrumento de este estilo simplemente fue desfinanciado para que dejara de existir en la práctica. Además, la lucha contra la corrupción no es barata. Un presupuesto escueto convierte al más curtido Eliott Ness en un lindo gatito.
Las comisiones anticorrupción deben tener capacidades legales de peso («dientes», que se dice). Solo así pueden imponer sus políticas a actores reticentes. Poco importa que las políticas sean preventivas o persecutorias. Si la labor es de coordinación o sus conclusiones son sugerencias, lo normal es que otra clase de intereses se impongan.
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Las comisiones anticorrupción que funcionan son de largo plazo. Para muestra, de nuevo, Cicig. Muy poderosa en lo demás (un modelo autónomo, recursos propios, fuerza en sus capacidades de investigación…) pero un fracaso en última instancia. Dejó de existir pues el modelo de renovación bienal forzaba a una negociación política cada dos años que se daba o en un contexto de choque (2015, 2019) o en un contexto de complacencia con el poder (2009, 2011, 2013). Al final resultó que 2017 fue una renovación coyuntural y atípica, que se montó en la fuerza que Cicig tenía en ese momento.
La temporalidad mató al que parecía un modelo exitoso. Por eso debemos pensar en diseños que permitan reemplazar a la autoridad, si comete errores, se excede o se desgasta, pero que sobreviva la institución. De cualquier forma, es necesario pensar en periodos más extensos y en un distinto tipo de proceso de terminación para que no sea tan fácil acabar con una entidad central. A Jimmy Morales le bastó no firmar una carta para verla morir.
«Porque me da la real gana»
La Comisión, como el mismo Acuerdo Gubernativo de la Presidencia de Giammattei nos pide que la llamemos, no tiene ninguna de las características de éxito antes señalada.
O lo que es lo mismo: tiene todos los componentes posibles para el fracaso.
Los miembros de la Comisión son puestos a dedo por el Presidente y puede quitarlos sin ninguna dificultad. El director ejecutivo depende directamente de él y lo nombra sin mayores requisitos, ninguno de ellos meritocrático. Como son nombrados un día pueden ser destituidos el siguiente sin que el Presidente tenga por qué justificar su remoción con algo más allá de «porque me dio la real gana».
La Comisión Anticorrupción depende del presupuesto asignado por el gobierno y puede ser ahogada instantáneamente. Si algo nos enseñó Cicig (y toda experiencia anticorrupción que en el mundo ha sido) es que esta clase de entidades tienen que soportar una fuerte presión por parte de los corruptos, que en sistemas capturados como el nuestro equivalen a los poderosos. Desde el Congreso o la propia Presidencia se puede muy fácilmente desinflar los esfuerzos. Solo imaginen si pudieran haber tenido estas dos ramas de Gobierno la posibilidad de dejar sin dinero a Cicig.
Al estar constituida por un Acuerdo Gubernativo es jurídicamente endeble. Hoy lo firmas y mañana lo revocas. Sin una ley detrás que le dé respaldo es difícil verla como nada más que una comisión coordinadora, incapaz de torcer la mano a los receptores de sus potenciales políticas. Los comisionados son juez y parte, pues mucho de lo que pudiera emanar de la Comisión debería ser implementado en las entidades que ellos dirigen. El Ministro de Gobernación que es comisionado, por ejemplo, es una figura clave al tener bajo su cargo muchas políticas de transparencia y en teoría dirige a la dirección ejecutiva: un cargo político menor él suyo propio. No es el diseño más recomendable.
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Nótese que ni siquiera hemos entrado a valorar qué tipo de labor haría esta comisión, tema que daría para un mayor desarrollo. Este tipo de instrumentos pueden estar concentrados en lo penal, en lo preventivo o en reformas más profundas. Hay algunas, como la de Hong Kong, que tienen un modelo universal que comprende todas las modalidades. La Comisión, la «nuestra» es de naturaleza en principio preventiva y concentrada en el Ejecutivo.
El instrumento, en definitiva, deja todas las esperanzas en manos del presidente Alejandro Giammattei y su voluntad, su bondad y su valentía. En un sistema capturado, con fragmentación en el Congreso e intereses corruptos vivos y coleando las probabilidades de avanzar no son las mejores. Incluso si el presidente Giammattei fuera el soldado anticorrupción más aguerrido del siglo XXI en poco tiempo se quedaría sin mucha fuerza para cumplir su cometido. Poco importará también que Óscar Dávila, el recién nombrado director ejecutivo, sea alguien con una buena labor en el Ministerio Público o cercano a la Embajada de EEUU. Esta verdad lo es para Agamenón y su porquero. Una ballena, y la captura del Estado lo es, se come poco a poco y entre muchos.
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Existe, sin embargo, una luz de esperanza. Si y solo si la intención de Giammattei es profundizar la lucha contra la corrupción y entiende la Comisión como un paso hacia un modelo más contundente, entonces ciertos avances coyunturales y gestos pueden ayudarle.
Bukele en El Salvador quiere proyectar que ha optado por esa estrategia. Como efecto político, para crear la sensación de estar dando resultados inmediatos publicitó a bombo y platillo un convenio risible con la OEA. E insinúa que el modelo con fuerza y autonomía, con el apoyo de Naciones Unidas, esta en camino. Si este componente no se concretara, todo quedará en nada. Dar golpes de efecto no solo es conveniente sino deseable si hay un objetivo estratégico ulterior. De lo contrario, son fuegos artificiales.
De tomar este camino, el camino serio, el camino de ir en serio, el dilema de nuestro Presidente se resume en dos opciones: puede optar por presentar una comisión nacional permanente, o presentar una Cicig 2.0. con mejoras y nuevas funciones preventivas.
Ojalá a partir de ahora el debate se centre en cómo seguir avanzando.
Una golondrina no hace verano y un acuerdo gubernativo no sirve, salvo milagro, para luchar contra la corrupción. Y si hay prodigio, sería uno demasiado efímero para las necesidades de nuestro país.
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