El mundo de las políticas públicas no es muy diferente. Entender qué tipo de problema quieres atacar, si uno que puedes erradicar o uno con el que tienes que lidiar (porque no se va a ningún lado), es clave para el éxito. Muchos son los casos de acciones de gobierno que se dirigen a paliar fenómenos que ninguna sociedad ha conseguido aniquilar. Siempre, por ejemplo, habrá accidentes de tráfico. En mayor o menor medida es inevitable que alguien cometa un error al volante en alguno de los miles y miles de desplazamientos que se dan todos los días. Eso no significa que no se pueda mejorar. De hecho, las cifras son cada día mejores una vez que se invierte en prevención, en mejores carros y carreteras y en la certeza de la imposición de faltas asociadas a comportamiento vial. Esta semana se discutirá en Naciones Unidas otro de esos problemas que no desaparecerán y con el cual trágicamente se ha actuado durante 100 años como si lo fuera a hacer: el uso y abuso de estupefacientes.
El consumo de drogas en la sociedad (y más en sociedades modernas y globalizadas) es una enfermedad crónica. La política ensayada desde 1914 (denominada prohibicionista) da por sentado, sin embargo, que es un tumor a extirpar. Esa definición del problema ha traído en el siglo XX y comienzos del XXI devastadoras consecuencias traducidas en mucho sufrimiento a cambio de pocos resultados a un alto costo. Pensar que la gente va a dejar de consumir narcóticos con leyes más estrictas y con mecanismos de represión más brutales no solo es naive, sino también peligroso.
La Ungass 2016 será un episodio más en el cambio de rumbo de las políticas prohibicionistas a nivel mundial. Las voces contrarias a la idea de criminalizar el consumo y combatir cual guerra al crimen organizado dedicado al tráfico han crecido hasta convertirse en un nuevo consenso que adquiere más fuerza año a año. La asamblea especial de Naciones Unidas será una oportunidad para consagrar un concepto que se ha extendido entre las grandes potencias y que sustituye la práctica de imposición de políticas del modelo anterior, que tanto ha padecido Guatemala. El concepto del que hablamos y que constituye la base de este discurso es una interpretación distinta de los convenios internacionales, una interpretación flexible. Los países que tutelan el cumplimiento de los tratados dejarán que se ensayen políticas internas con cierta libertad. Esto tiene, para nuestro país, consecuencias de gran calado.
En política diplomática es importante decir que, en todo este proceso, Guatemala ha tenido un lugar privilegiado en la escena mundial. Y sería trágico echar por tierra la clase de logros que se han conseguido solo por el intento de separarse políticamente de la anterior administración. Nuestro país se ha coordinado con México y Colombia para fijar posturas que muevan la lenta maquinaria de los organismos internacionales. No pasa mucho que Guatemala tenga un papel protagónico y hay que aprovecharlo. En este tema llevamos años jugando en primera división.
Hacia lo interno, la primera gran reunión internacional del gobierno de Morales es una oportunidad para revisar muchos de los aspectos que deben ser reformados en nuestra política de drogas. La discusión, además, está muy lejos de legalización sí o legalización no. El debate es interesante y la discusión necesaria. Se agradece a Álvaro Velázquez, diputado por Convergencia en el Congreso, que lo haya puesto en la mesa a través de una propuesta de cambio a la Ley contra la Narcoactividad, mas debemos señalar que el uso medicinal y recreacional de la marihuana es un tema relativamente menor en el esquema general de las cosas. La política de drogas va mucho más allá de la legalización y trasciende los berrinches de Otto Pérez Molina con el vecino del Norte (y no nos estamos refiriendo a México).
¿En qué debemos pensar para una nueva política de drogas diseñada desde y para Guatemala? Proponemos un criterio rector: pensar en los más débiles. Las víctimas del sistema prohibicionista van desde la familia que debe visitar al hijo que fue detenido por posesión de una pequeña cantidad de droga y que convive con criminales peligrosos (pocos casos, pero significativos en Guatemala) hasta la mujer que muere de un cáncer dolorosísimo en una zona rural porque las regulaciones de medicamentos opiáceos son terriblemente absurdas, pasando por los campesinos a los que se les erradica su cultivo de amapola en San Marcos sin ofrecerles ninguna otra alternativa. Si el presidente Morales quiere sanar nuestras heridas, puede empezar por estas poblaciones vulnerables.
La adicción no es un crimen y el uso recreativo tampoco. Podemos pensar, con razón, que la gente está mejor sin drogas, pero amenazar y sobre todo aplicar medidas carcelarias al consumidor es, además de completamente ineficaz, social y económicamente muy costoso. Aumentar las penas no reduce la incidencia del uso de drogas y, encima, causa tragedias en las vidas de los más pobres.
La atención basada en evidencia en nuestro país es prácticamente inexistente. Aparte de los centros que pretenden curar al consumidor problemático a base de bibliazos, no hay mucho más en el sistema de salud guatemalteco. Y da la sensación de que no existe demasiado interés por parte de las autoridades por que esto cambie.
El debate público guatemalteco debe girar en torno a qué queremos que sea prioritario. Se invierte mucho en interdicciones y detenciones con tristes resultados. La droga sigue pasando y las consecuencias negativas para el sistema no se han modificado en los últimos años. Debemos discutir, por tanto, si la salud viene antes que la represión o la represión antes que la salud. Si pedimos que Estados Unidos nos ayude con hospitales, y no con helicópteros. Si vale más la detención de un narco que el abandono del sistema de salud. Si vale más respetar con pulcritud las regulaciones de medicamentos contra el dolor que dejar sin acceso a personas que no están cerca de los centros de salud capitalinos.
Si alguien argumenta que los dos enfoques son compatibles, debería, por un lado, tener en cuenta que los recursos son limitados (y en Guatemala más) y, por otro, que las penas desproporcionadas no casan muy bien con los tratamientos comprensivos con el problema del adicto.
El esfuerzo de nuestra política pública ha sido claramente represivo. Comparen, si tienen tiempo, el presupuesto del quinto viceministerio (antinarcóticos) con el de la Seccatid (la secretaría encargada de preocuparse por las adicciones). Encuentren después dónde está el presupuesto destinado a estos problemas en el sistema de salud. No creo que lleguen a una conclusión muy distinta a esta: se ha invertido mucho tiempo y esfuerzo en la lucha frontal con nulos resultados y se han dejado abandonadas las soluciones al problema de la salud, que puede mejorar la vida de muchas personas a menor costo que la inversión militarizada.
Es hora de que, montados en el discurso internacional que legitima cambios, podamos proponer una política pública compasiva, y no agresiva, hacia un problema que está aquí para quedarse, pero que podemos mejorar sustancialmente si reordenamos nuestras prioridades.
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