Lo que sucedió en Guatemala entre abril de 2015 y septiembre de 2019 será estudiado con detenimiento en la academia latinoamericana para entender los procesos del secuestro de la democracia y la captura del Estado, emulado por las instituciones y los organismos de justicia que se enfocan en el combate de la corrupción nacional y transnacional y reivindicado por los movimientos sociales, los partidos políticos y los líderes que persistirán en el camino del cambio político.
Sin embargo, no se puede dejar de señalar que, como sociedad, siempre miramos para otro lado y carecemos de autocrítica y de voluntad para cambiar el rumbo de las estrategias. Cuando sacamos de la fórmula la fuerza del Pacto de Corruptos y de la alianza interélites, que fue decisiva para debilitar al Ministerio Público, echar a la Cicig e iniciar la restauración del sistema corrupto, nos concentramos en el debate que ellos mismos instalaron: el de los errores de la Cicig. Pero nunca hablamos de la incapacidad política de los actores que tenían la obligación de defender los avances institucionales y la cultura política que se venían desarrollando durante estos últimos cuatro años contra todo pronóstico (ya que hasta 2014 no se había movido absolutamente nada).
Caemos redondos y discutimos en torno a si la Cicig tuvo que jugar con los tiempos políticos o no, si tenía que vetar a los pueblos indígenas con la propuesta de pluralismo jurídico en las reformas a la justicia, si necesitaba a criminales como testigos en el caso sobre ejecuciones extrajudiciales (dicho sea de paso, quién mejor que un criminal para ser testigo de delitos cometidos en la clandestinidad), si hubo exceso de prisión preventiva (cuando esta es una práctica negativa y estructural del sistema de justicia, no de la comisión), si tenía que revelar en una coyuntura tan crítica los casos contra Álvaro Arzú, los Morales, Vila Girón, Paiz Del Carmen, Torrebiarte Novella, Castillo Villacorta y Bosch Gutiérrez, Banco Industrial, Cementos Progreso, Cervecería Centroamericana, Multi Inversiones, Grupo Paiz y Pantaleón.
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Porque todo era muy lindo cuando solo estaban cayendo los funcionarios públicos y los políticos corruptos, los operadores rastreros del sistema. Pero no hablamos (o hablamos muy poco) de las contradicciones del Movimiento Cívico Nacional y de Jóvenes por Guatemala, así como de sus apoyos solapados a Pérez Molina y a Baldetti en pleno 2015, ni del Cacif y sus spots de radio en 2017 asustando a la población con el fin de la propiedad privada y de la justicia. Tampoco hablamos de los límites discursivos y programáticos de Justicia Ya, de la CEUG y de otras organizaciones de la plaza 2016-2018 que se ahogaron en la agenda reformista y no reivindicaron la agenda social, las demandas más sentidas por la población, que también eran víctimas mortales de la corrupción, como el transporte y la salud públicos. Se perdió así la oportunidad de sumar apoyos de la gente común, de catalizar ese 72 % que apoyó hasta el último día a la Cicig, que, por lo tanto, quedó neutralizado frente al avance de la restauración del sistema corrupto.
Nos enfrascamos entonces en los dilemas y nos olvidamos del fondo: una Cicig que tocó el corazón del poder ilegítimo y demostró que la captura del Estado no habría sido posible sin relaciones complejas y contradictorias entre el crimen organizado y las élites militares, políticas y económicas, pese a lo cual nos correspondía a nosotros realizar las acciones políticas para defender las instituciones e iniciar los procesos de transformación del Estado en las calles, en las urnas, en los barrios, en los medios, en los espacios políticos, con grados elementales de organización, cohesión y articulación entre los sectores reformistas, progresistas y refundacionistas. Vimos cómo en nuestras narices se cerró una ventana de oportunidad que no se abría desde hacía 35 años y que tendremos que volver abrir todos juntos. Porque, sí, juntos lo hicimos, pero no fue suficiente.
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