La deformación del labio era apenas lo visible. El paladar hendido le daría una voz gangosa. Le costaría comer y respirar. Sufriría infecciones del oído y podría quedar sordo. El cirujano intentó compensar la amargura. Sí, costaría mucho reparar el daño y tardaría años la recuperación. Pero eventualmente el niño quedaría bien. Mucho antes de la adultez, escasamente se notarían las cicatrices.
Papá no lo tomó a bien. Insultó al cirujano y lo acusó de lucrar con el dolor. El facultativo calló. Sabía que algunos tienen dificultad para manejar las malas noticias, sobre todo quienes no han aprendido a pedir ayuda.
No teniendo a quien culpar, papá se propuso destruir la reputación del médico. «Ya verá con quién se mete», pensó en inútil venganza.
Llega mi cuento a extremos, pero basta para remarcar que la semana pasada un grupo de personas quemó cohetillos por la salida de la Cicig. En el centro espiritual de la patria del criollo, algunos hicieron fiesta el 2 de septiembre y se convirtieron en el papá de mi historieta. Ante una solución efectiva que requería sacrificio, prefirieron condenar al mensajero y garantizarnos un legado de desventaja persistente. Para más inri, lo celebraron.
Como en el cuento, aquí la víctima no es el papá imprudente. No será él quien tenga dificultad para alimentarse y respirar ni quien deba lidiar con las burlas. Y mientras el niño crece con una desgracia que tenía remedio, pasará algo tenebroso: cada día el papá odiará más al chico por ser un espejo que le recordará que la más auténtica deformidad no estaba en la cara del niño, sino en su propia conciencia. Lo rechazará porque su voz gangosa le recordará el mal juicio que tuvo justo cuando el chico necesitaba que mostrara más prudencia.
Dejemos ahora al chambón papá del ejemplo. Y dejemos también a la caterva miope que en este reciente episodio de nuestra historia nos ha heredado la garantía de muchos años de deformidad política. Como los papás que toman malas decisiones y dañan a sus hijos, algún día igual dejarán de existir. Saldrán de la escena aunque sea porque con los años la gente muere de vieja. Hasta de Ríos Montt nos libramos así.
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Consideremos mejor a los afectados: el chico que deberá lidiar siempre con la deformidad, la sociedad que sobrevivirá con los defectos que nos heredaron los caciques y sus maliciosos capataces. En nuestro caso, el corolario no esperó. Como aquelarre perverso, apenas cerró la Cicig y ya tenemos tres soldados asesinados. Peor aún, sobran Gobierno y Ejército incapaces de explicar lo que ha pasado y falta quien investigue de forma confiable. El incidente es de antología.
Pero a estas alturas están de más los ataques a la Cicig y las defensas de esta. Importa poco que nos quedáramos sin ella por esfuerzo de una banda de corruptos vendepatrias. El hecho es que ya no tenemos una entidad con autonomía y pericia para investigar. Nos quedamos con una fiscal general cuestionable y vamos camino de tener una Corte Suprema de Justicia y unas cortes de apelación plagadas de aún más deficiencias que las actuales. Nos toca enfrentar esta realidad, no una aspiración. Estamos como el chico que mira en el espejo y debe entender que esa llaga que le parte la cara lo acompañará por mucho tiempo.
Ante tanta contrariedad caben dos caminos. Uno es la furia y la evasión, un juego de culpas que termina en la autodestrucción, como quien se lanza a las drogas para olvidar la mala mano que le barajó la vida. El otro es la resiliencia: reconocer la injusticia, pero también que la historia sigue y que tendremos otras oportunidades si esquivamos las desgracias presentes.
En sociedad, esto es aún más cierto que en la biografía individual, donde los años son pocos y las energías se agotan. Aunque cueste, siempre es posible voltear la tortilla. Aun en la noche más oscura, ante la tormenta más amenazadora, es posible escribir otra historia con nuevos actores. La clave es entender que el entorno es justamente eso: contexto. Que su maldad opera en buena medida solo porque la creemos y replicamos. Empecemos hoy por abrazar la flexibilidad como lo nuestro. Y afirmemos de nuevo: aquí nunca nunca aceptaremos que nos digan que la justicia carece de esperanza.
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