Mayora rechaza la posibilidad de situar en el ámbito de acción de las instituciones públicas bienes que pueden estar en la esfera del “comercio de los hombres”. Aunque el artículo argumenta muy poco en favor de estas tesis, es obvio que la posición general que anima dichas posiciones se aclara en función del enfoque neoliberal que suele inspirar las posiciones de Mayora. Utilizo el epíteto “neoliberal” a sabiendas de que este calificativo suele molestar a los que sitúan al “libre mercado” y a su lógica como el principio fundamental de interpretación y organización de la realidad social y política. Considero, sin embargo, que es necesario identificar claramente a esa familia de doctrinas que fomentan la continuidad de una globalización depredadora que nos está llevando al colapso ambiental.
Mayora considera la creencia de una propiedad común, ejercida sobre la base del Estado como una creencia mítica, absurda. Con base en esta valoración, argumenta que no hay modo de razonar con personas que basan sus creencias en mitos, o cuando menos en “creencias ilógicas”. Mayora parece ignorar que el mito es una dimensión ineludible del pensamiento humano al cual podemos acercarnos con estrategias de lectura que le permitan a éste generar sentidos que desestabilizan verdades precarias. Las reflexiones de los pensadores que han estudiado el mito con mayor profundidad demuestran que el epíteto “mítico” no equivale a irracional. Desde luego, existe una mentalidad que, caricaturizando las expresiones míticas, las califica como creencias absurdas que sólo pueden ser aceptadas por mentalidades acríticas. No obstante, uno no puede dejar de preguntarse si esta valoración negativa del mito no puede aplicarse más bien a la noción del “libre mercado”, el cual, a pesar las evidencias más contundentes, se sigue presentando como una deidad que con sus hilos invisibles se esfuerza por establecer el reino celestial en el orden humano.
Me temo, sin embargo, que el calificativo negativo “mítico” podrá servirle a intelectuales como Mayora para no aceptar visiones alternativas del mundo. Me pregunto si Mayora está dispuesto a afirmar que el pensamiento indígena, con su referencia a nociones como la Madre Tierra, se ve descalificado ab initio por sus referencias esenciales a modalidades de pensamiento no asimilables a la racionalidad económica privilegiada por los neoliberales.
En virtud de lo expuesto arriba, no dejo de preguntarme las razones por las que, en otras ocasiones, Mayora parece aceptar lo que a su juicio son creencias mitológicas cuando se opone a las consultas populares. Para comprobarlo el lector puede consultar la columna de Mayora “Las dos caras de las consultas” (Siglo 21, 21-11-2013). El este artículo, Mayora se opone a dichas consultas bajo el argumento de que “los recursos del subsuelo y las caídas y nacimientos de agua de aprovechamiento hidroeléctrico son, de acuerdo con el artículo 121 de la Constitución, del Estado”. Desde luego, tal referencia al Estado es considerada por el articulista como un “grave error”. ¿Pero por qué acudir a graves errores para refutar la creencia —errónea para Mayora— de que las comunidades poseen derechos sobre sus recursos naturales?¿Por qué habría que aceptar una tesis absurda sólo porque está sancionada en el ordenamiento jurídico de un país? ¿Es lícito combatir un error con otro error? No parece una estrategia discursiva loable acudir a principios incompatibles en función de los intereses del momento. En este punto me parece evidente que Mayora refleja la tendencia de nuestras oligarquías a respetar el Estado sólo en cuanto éste se convierte en un instrumento para imponer sus intereses.
En todo caso, Mayora parece resignarse ante la imposibilidad de erradicar el “mito” de que el agua es un recurso de propiedad común. De este modo, en su columna sobre el agua, Mayora introduce una propuesta que ya no parece un mito, sino más bien un simple juego de manos. Sugiere que se distinga entre el agua que es de dominio público y las que es de dominio particular. Propone, como es de esperar, que las segundas permanezcan en su forma actual para exorcizar, me atrevo a pensar, la posibilidad de una expropiación. Con respecto a las aguas de uso público, el articulista propone que “todos los derechos de disposición sobre las mismas y los caudales existentes sean aportados a unas cinco sociedades mercantiles cuyas acciones se coticen en el mercado de capitales, y sean inscritas, en partes iguales, a favor de cada ciudadano inscrito para votar”. Según Mayora cada quien, si así lo desea, podría optar por vender sus acciones para tener “dinerito real en su bolsillo”. Por razones de espacio, no describo las potenciales consecuencias de tal propuesta, aunque es de reconocer que aquí pueden sobrar los comentarios.
En realidad, la lógica de los argumentos y propuestas de Mayora muestran la renuencia a considerar en profundidad la idea de los bienes comunes. Y es que cuando se habla de un bien común, se sobrepasa la lógica del interés comercial e incluso la del interés agregado de los individuos. La idea de un bien común, como lo hace ver Ugo Mattei, nos sitúa en el ámbito de la ciudadanía y no en el del consumo. En este sentido, la idea de los bienes comunes representa un ejercicio de afirmación de la vida frente a la barbarie del capitalismo globalizado. El hecho de que desde 2010 el acceso al agua haya sido reconocido como un derecho humano, sitúa al vital líquido en un ámbito de perentoriedad que no puede encuadrarse dentro de la cínica lex mercatoria de la globalización actual. Ya no podemos ignorar lo que nos recuerda Maude Barlow: que cada año mueren más personas a causa del agua contaminada que a causa de todas las formas de violencia, incluidas las guerras.
Ya no se puede aceptar sin más de que la gestión privada garantiza un mejor manejo de los bienes escasos. La idea de la “tragedia de los comunes” está siendo desplazada al aparador de las ideas superadas. En particular, el trabajo de Elinor Ostrom y sus colaboradores muestra que existen maneras de propiedad comunal que garantizan un óptimo uso de ciertos bienes. Por otro lado, después de dos décadas de gobernanza neoliberal, ya sabemos el nivel de corrupción al que son capaces de llegar los intereses privados, cuando éstos no son regulados por el poder ciudadano. Reconocer esto no equivale a negar los problemas inmensos que supone combatir las patologías que se incuban en el terreno de lo público; precisamente una de las tareas más urgentes para rescatar el Estado consiste en erradicar las prácticas que garantizan el dominio privado de las instituciones públicas. Quizá algunos partidarios del libre mercado guatemalteco nos pueden contar cómo este fin puede lograrse dada su experiencia en la manipulación de las instituciones estatales para aumentar y consolidar su patrimonio ilegítimo.
Para terminar, me parece que el mismo ejercicio argumentativo de Mayora demuestra que es posible discutir sobre el agua sin acusar de absurdas las ideas de aquellos que sostenemos la idea del agua como un bien común. En efecto, la misma lógica de la argumentación implica superar la lógica restringida del auto interés. Quiero creer que Mayora presenta sus argumentos en función de sus perspectivas respecto a lo que es verdadero y no a que le conviene. Se sigue de esto que la racionalidad del diálogo supone superar el modelo del agente racional que maximiza sus intereses. Es en virtud de esta aspiración a la verdad por la que le puede pedir al Dr. Mayora que nos presente razones convincentes por las que debamos aceptar sus argumentos. Y es que nuestra sociedad ya no acepta sin más los dogmas neoliberales que ponen en riesgo al país que queremos heredar a nuestros hijos.
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