¿Qué queda por hacer cuando las palabras y el silencio causan el mismo efecto? ¿Estaremos condenados a no entender, a no poder rebasar el umbral antropomórfico por una simple cuestión de lenguaje, de palabras; por un simple error idiosincrático-evolutivo?
Pienso en nosotros, en Guatemala, en Ucrania, en Gaza, en... Y lo que se ve y lo que se siente, lo que se sabe y lo mucho que se ignora, no da para ser muy optimista. Las voces apocalípticas resuenan más que nunca (y eso que nunca han parado de sonar). Pero no. Me gustaría pensar que no, que no todo está perdido de antemano. Me niego a creerlo. Prefiero creer que una mirada, un olor, una canción, una película, una foto, una sonrisa, el abrazo de un niño, la cerveza con un amigo o amiga entrañable, un encuentro inesperado, un beso furtivo, un amor... nos puede salvar (aunque no sepa de qué precisamente y no me guste el verbo “salvar”); que todo eso nos puede dar al menos la momentánea y quizás ilusa motivación de que no todo está perdido, de que hay algo, quizás precisamente eso que no se puede expresar ni entender sólo con palabras, aquello por lo que es realmente urgente y necesario seguir, seguir, seguir, seguir, seguir... Como el barquito de Nietzsche que avanza hacia el horizonte del infinito:
“¡Hemos dejado la tierra firme y nos hemos embarcado! ¡Hemos destruido los puentes a nuestras espaldas – más aún, hemos destruido la tierra tras nosotros! Ahora bien, barquito, ¡cuidado! A tus costados está el océano: es verdad que no siempre ruge y que a veces se explaya cual seda y oro y ensueño de bondad. Pero llegará la hora en que te darás cuenta de que es infinito y que no hay nada más increíble que el infinito. ¡Ay del pobre pájaro que se sintió libre y ahora choca con las paredes de esa jaula! ¡Ay de ti cuando te asalte la añoranza de la tierra firme, como si allí hubiera habido más libertad – y no existe ya tierra alguna!” (La Gaya Ciencia, §124)
Quizás no sea coincidencia que Nietzsche coloque esta sección inmediatamente antes del llamado discurso del loco, como sugiriendo que para lo primero, embarcarse hacia el horizonte de lo infinito, es necesario lo segundo, hacerle caso al loco. Es en esta sección que Nietzsche, de la mano del loco, célebremente declara la muerte de dios, misma que ha sido leída mayormente como la muerte de Dios, con mayúscula. Pero sospecho que Nietzsche declare la necesidad de matar a dios justo después de que el barquito deja atrás tierra firme en busca de la infinidad y de esa libertad otra, sugiere más bien la necesidad de ir más allá, de dejar atrás, de “matar” a todos esos múltiples y pequeños dioses que hemos construido ya sea consciente o inconscientemente y que gobiernan nuestras vidas y sociedades, atándonos a reglas, normas, conductas e instituciones que las más de las veces impiden la llegada de horizontes otros e infinitos; dioses a los que atribuimos expectativas, deseos y “verdades” muchas veces ajenas e impuestas. En suma, de enterrar de una vez por todas, todo aquello que se presenta antes nosotros como soberano demandándonos obediencia. Así, para que el barquito deje atrás tierra firme y se embarque en búsqueda del infinito, de una libertad otra (búsqueda que carece de garantías pero se intuye como necesaria y justa), pareciera sugerir Nietzsche, es necesario dejar atrás todo aquello que demanda obediencia, todo aquello que (sin haberlo pedido o deseado o quizás incluso saberlo) nos mantiene atados—como individuos, como sociedad, incluso como especie—a una realidad que nos duele, que nos impide zarpar.
Y como las palabras son quizás siempre insuficientes, hay una foto en particular que resume, al menos para mí, lo que intento decir. Una foto que revela uno de esos momentos donde se abre el futuro, donde es necesario seguir, seguir, seguir para intentar llegar a algún infinito. La foto es del 8 de febrero de 1956, día en que el fotógrafo David Douglas Duncan tocó, sin invitación previa, la puerta de la casa de aquel pintor que se convertiría en su amigo de por vida: Pablo Picasso. Se dice que la foto es la primera que tomó Duncan de Picasso, quien recibió al aún desconocido en su tina, mientras tomaba. En la foto vemos a un Picasso jovial, de sonrisa franca, como adivinando que el extraño que acaba de entrar acaba de abrir una puerta que permanecía cerrada. Y la precisión de Duncan, el momento exacto en que abrió por milésimas de segundo el lente de su cámara, nos sugieren que la conexión, aquello que llamamos química, fue inmediata. Fue, como Cartier-Besson los bautizó allá por 1952, un “momento decisivo”, un momento intrínseco a la fotografía como arte, pero también a la vida misma, en que se reconoce simultáneamente tanto el significado de un evento como la organización precisa de los componentes que le dan expresión propia: una caricia en la espalda y una sonrisa franca que crean, a partir de dos mundos distintos y hasta ese momento distantes, una realidad compartida y enriquecedora.
Lo que se intuye en la foto que entrelaza a Duncan con Picasso es, quizás, el necesario abandono de alguna tierra firme, diferente para cada uno, que da paso a un infinito particular y a una libertad otra. Eso es, quizás, lo que importa de esa mirada, de ese olor, de esa canción, escena, foto o sonrisa, de ese abrazo, encuentro, beso, amor… Nos invita a ir más allá del silencio o las palabras, a jugar a las escondidas, a dejar tierra firme, a librarnos de soberanos y dioses impuestos y/o ya no deseados, como un barquito nietzscheano que aprende a volar hacia el horizonte del infinito.
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