Sin embargo, adjunta a esta resolución, la magistrada presidenta, Dina Josefina Ochoa, hizo constar su voto disidente (ver voto aquí). Esta columna es una respuesta a ese voto disidente. Mi argumento es que el voto y otras opiniones expresadas en otros medios de comunicación días después de la resolución demuestran una falta de conocimiento del derecho internacional en nuestro país. Sobre esto me gustaría resaltar dos puntos.
Primero, los tratados internacionales no se interpretan de manera aislada. El artículo 31.3.c de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (1969) establece que estos deben interpretarse teniendo en cuenta «toda forma pertinente de derecho internacional aplicable en las relaciones entre las partes». Esto significa que la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas (1951) y las facultades discrecionales y obligaciones contenidas en ella deben interpretarse de una manera que no menoscaben otros tratados y principios del derecho internacional. Esto ha sido llamado «principio de armonización» por la Comisión de Derecho Internacional y por la Corte Internacional de Justicia. Por ello, al aplicar la convención de 1951 no se pueden violentar disposiciones y obligaciones provenientes de otros tratados, como la Carta de la ONU, y en particular su artículo 103, que establece que las obligaciones contenidas en ella prevalecerán sobre cualquier otros tratado o instrumento internacional.
Esto me lleva a mi segundo punto. La magistrada presidenta menciona que una «resolución judicial nacional […] no puede desatender un principio de carácter diplomático internacional» en virtud del artículo 27 de la convención de 1969 (del cual incluso obvió que tenemos una reserva). A mi criterio, la magistrada presidenta no entiende la naturaleza de este artículo, ya que este no tiene como objetivo interpretar cómo Guatemala emplea sus «facultades discrecionales», sino el compromiso de los Estados de cumplir con sus «obligaciones contraídas» de buena fe. La convención de 1951 les otorga a los Estados una serie de discreciones para entablar sus relaciones y, como corolario de estas discreciones, una serie de obligaciones que cumplir en respuesta a ellas. El artículo 27 de la convención de 1969 se refiere en sí a «obligaciones contraídas», y no a las discreciones de un Estado. Entonces, para el presente caso, el artículo 27 de la convención de 1969 se aplicaría en referencia a las obligaciones de Suecia de responder al requerimiento de Guatemala. El Gobierno sueco no podría argumentar disposiciones de su derecho interno como excusa para evitar que se expulse o mantenga a su diplomático. Sin embargo, para disposiciones discrecionales, el derecho internacional les deja a los Estados la puerta abierta para regular este poder, siempre en conformidad con su derecho interno y con otras reglas del derecho internacional. Consecuentemente, y siguiendo su constitucionalismo y la necesidad de rendición de cuentas enraizada en la Constitución, la facultad «discrecional» de aplicar las disposiciones de la convención de 1951 vía el artículo 183, literal o, de la Constitución, está condicionada por los valores contenidos en el 149 de la misma Constitución.
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Es por ello que este último artículo viene a recordarnos la obligación del Estado de «armonizar» sus relaciones exteriores según el derecho internacional. Por lo tanto, este mismo artículo constitucional se convierte en un filtro a través del cual el Ejecutivo, al liderar las relaciones exteriores de Guatemala, debe analizar y tomar seriamente en consideración otros tratados y principios del derecho internacional, como el de cooperación, resguardado dentro de la misma Carta de la ONU.
Por último, quiero decir que la resolución de la mayoría de los magistrados de la CC viene a confirmar lo que he venido argumentando en los últimos años: una visión de soberanía basada en una discusión dialéctica entre el derecho doméstico y el internacional que posiciona al individuo como eje y centro de su interacción, «primero, como una delegación de poder para la búsqueda del desarrollo social del individuo y, segundo, [mediante] la capacidad de estos mismos individuos de beneficiarse del desarrollo del derecho internacional» (ver aquí, páginas 43 y 44).
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