Ahora bien, la certeza de un fin de la historia milita contra la conciencia de que en la raíz del espíritu humano se ubica la fuente de las alternativas; el mundo ofrece contextos diferentes en los que el pensamiento único sólo puede funcionar como legitimidad espuria. La misma idea de pensamiento único y fin de la historia no toma en cuenta la realidad de la praxis, esto es, la práctica reflexiva. La vida humana, la individual incluso, sólo adquiere sentido en función de los horizontes que motivan el caminar conjunto de la humanidad.
De este modo, muy pocos fueron capaces de prever lo que formularía Tzvetan Todorov un par de décadas después: que los muros lejos de desaparecer se multiplicarían. Quizás menos fueron aquellos capaces de avizorar que estaba construyéndose un muro que delimitaría un reino en el que, para decirlo con Stéphane Hessel, el poder del dinero iba a ser sumamente grande, insolente y egoísta.
Una nueva clase política despreciable se configuraría en este contexto; una colectividad global con una incapacidad radical para pensar el futuro. La política —dominada ahora por gestores del gran capital que no tienen empacho en cruzar las puertas giratorias que llevan de los puestos políticos a las posiciones gerenciales— perdería su función de proponer horizontes henchidos de sentido, especialmente para aquéllos sobre los que recae la injusticia del sistema. El tiempo de la esperanza se agotaría con tentativas rastreras para atraer la inversión.
El desmoronamiento social que ahora vivimos se debe en parte a la carencia de un proyecto común que convoque a los hombres y mujeres para construir un orden que aminore la intrínseca precariedad de la vida. Un proyecto político no puede ofrecer un sentido de esperanza si la única condición peor que ser explotado es no ser explotado. No puede garantizarse el futuro si un día hay pan en la mesa y al otro, no. Pregúntese al criminal acerca de su sentido del futuro y quizás tomemos conciencia de algunas de nuestras carencias sociales. Que mucha gente haya llegado a considerar la Santa Muerte como una personificación de la justicia ya nos da una idea del sentido de desesperanza que se ha instalado en la sensibilidad profunda de una sociedad injusta como la nuestra.
En el reino global del dinero no puede haber un sentido de futuro simplemente porque la grosera materialidad del ansia de ganancia no se preocupa por las interrogantes esenciales de la vida. Por lo mismo, el sentido de los proyectos políticos no debe agotarse en los proyectos de un capitalismo que no tiene propuestas, sino sólo proyectos de ganancia a corto plazo. Si la inteligencia supone la capacidad de anticipación, entonces los proyectos de nación que ahora maneja el gobierno y las élites a las que éste sirve son simples exhibiciones de estupidez, dado que ni siquiera garantizan sus propias condiciones de posibilidad. El capital se despedirá cuando se agote su posibilidad de crecimiento, aunque esto signifique daños irreversibles. El deterioro del mundo quedará como una simple externalidad que no pesará en la conciencia de esos miserables que optaron por ver el mundo a través del prisma del dinero.
Afortunadamente, no son pocos los que confían en que, como lo decía Ernesto Sábato, el género humano encuentra en la crisis misma la fuerza para su superación. No es un juego de palabras decir que un sentido de futuro no es sino un futuro con sentido; la economía misma debe subordinarse a los requerimientos que plantea la dignidad humana. Por eso, es una obligación moral oponerse a los proyectos de muerte que ahora intentan oponerse a un futuro que garantice la vida. Esta tarea exige oponerse a todas las estrategias de neutralización de los discursos de emancipación.
Este objetivo, a su vez, supone resistirse a esos esfuerzos patéticos de criminalizar la protesta social que, vergonzosamente, han sido desarrollados por nuestros gobiernos. Debemos resistir a la mediocridad de nuestras élites que promueven un Estado de derecho caricaturesco que exige orden sólo para garantizar la expoliación organizada de las grandes corporaciones. Deberíamos recordar a Albert Camus cuando declaraba que para “gobernar bien no basta con exigir orden, hay que gobernar bien para poner en práctica el orden que tiene sentido” el cual, según el escritor francés-argelino, se basa en la justicia.
Nuestra tarea consiste en recuperar los grandes proyectos políticos del pasado; el pasado, en este sentido, no es una colección de narrativas periclitadas, sino un recordatorio de las tareas que han quedado pendientes. Lo que hemos dicho nos sugiere trasladar la lucha transformativa a nuevas subjetividades políticas. La historia nos da ejemplos de cómo esto fue posible. Importantes movimientos políticos latinoamericanos surgieron del movimiento estudiantil de Córdoba en 1918. En nuestros momentos históricos, un camino podría ser la recuperación de la universidad aunada a los movimientos indígenas. Pero como tarea previa se impone transformar la calidad de nuestros liderazgos para que éstos no se vean a sí mismos como lacayos de los señores del dinero. Urgen movimientos políticos que estén conscientes de que lo que está en juego es nada menos que el futuro de nuestros hijos.
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