La Revolución Francesa, el Holocausto, la caída del Muro de Berlín y los onces de septiembre son tan solo alguno de esos eventos que, queramos o no, redefinen nuestra propia percepción del mundo y la manera en que ese mundo es pensado y conceptualizado.
En Guatemala, el acontecimiento reciente que a mi parecer más nos permite entender el presente no es ni la guerra interna ni los Acuerdos de Paz, sino más bien su negación; es decir, aquél ya (convenientemente) olvidado referéndum sobre las reformas constitucionales propuestas en los Acuerdos llevado a cabo en mayo de 1999. Los Acuerdos de Paz tenían, a nivel simbólico, un doble componente que era, en sí mismo, contradictorio y aporético. Por un lado, fueron el resultado de una clara derrota militar de las guerrillas y demás organizaciones populares como resultado, en gran parte, de la brutal campaña contrainsurgente y, en menor grado, de las carencias mismas de las propias organizaciones disidentes. Pero si el aspecto militar hubiera sido el único a tomar en cuenta, los Acuerdos no hubieran sido necesarios: nadie negocia con un enemigo absoluta y totalmente derrotado.
Implícito en los Acuerdos, sin embargo, estaba el reconocimiento (tácito, en gran medida) de que los grupos guerrilleros, las organizaciones populares-campesinas y los miles de ciudadanos, indígenas y no indígenas, que apoyaron directa o indirectamente la lucha de estas organizaciones estaban del lado digno de la historia. En efecto, más allá de factores ideológicos, más allá de estrategias y tácticas militares, más allá de la propia discriminación étnica y de género a lo interno de los grupos guerrilleros y las organizaciones populares-campesinas, lo que éstas representaban, aquello por lo que lucharon, fue en esencia la dignidad y la vida de aquellos sectores de la población histórica, estructural y sistemáticamente marginalizados y reprimidos por el Estado guatemalteco (ya sea en su encarnación conservadora, liberal, militar-empresarial o militar-dictatorial) y los grupos de poder político y económico a los que ha tradicionalmente servido. En otras palabras, y hablo a nivel simbólico (es decir, más allá de las negociaciones económicas y los acomodos políticos de los que ambos sectores se beneficiaron), los Acuerdos de Paz reconocían al mismo tiempo tanto la victoria militar de unos como la victoria ética de otros, victoria que parecía reconocer que la desigualdad, la discriminación cultural, la pobreza, el racismo, la perenne represión y la falta de participación y representación política habían sido los dignos motivos que dieron lugar a la guerra, y que ya era hora de hacer algo concreto al respecto.
Ese “hacer algo concreto al respecto” fue lo que se esfumó con el referéndum pues lo que estaba en juego a nivel simbólico, y en gran medida también a nivel material y pragmático, era no sólo la entrada al imaginario nacional del lado digno de la historia, sino también el reconocimiento como sujetos políticos de aquellos muchos cuya explotación y olvido ha sido lo que históricamente ha posibilitado la riqueza de unos pocos. El hecho de que las doce reformas propuestas por los Acuerdos fueran ampliadas a más de 50 por los siempre eficientes diputados del Congreso, que las mismas hayan sido agrupadas en cuatro preguntas macro, y que el lenguaje de las preguntas haya sido particularmente obtuso —sin mencionar, claro, las campañas mediáticas de los sectores más conservadores de la sociedad a favor del “No”— sugieren que en realidad los Acuerdos estaban de antemano destinados a ser simplemente eso: acuerdos verbales sin consecuencias vinculantes.
Así, aquel 16 de mayo de 1999 marca el fin de un breve período iniciado por la firma de los Acuerdos de Paz durante el cual el sentimiento generalizado era, como cosa rara en la historia de Guatemala, de optimismo y genuina esperanza en el futuro. El rechazo a las reformas propuestas es, en suma, el rechazo a ese doble componente de los Acuerdos. A partir de ese momento, los Acuerdos de Paz se convierten en no más que una “celebración” de la victoria del ejército y del Estado guatemalteco sobre una amenaza (supuestamente) comunista presentada discursivamente como totalmente desconectada de la realidad local, de la historia misma.
Pero aquel 16 de mayo de 1999 no es sólo una negación de la vida y la dignidad, es también el primer paso en la consolidación de un nuevo sistema inmune que protegiera a las élites políticas, económicas y militares de la amenaza representada por el reconocimiento implícito (aunque negado) del lado digno de la historia y sus actores. Y no me refiero a los guerrilleros o líderes campesinos y populares (que los hay de variopinta moral, como en todos lados), sino más bien a todos aquéllos que son la base que sustenta el sistema y la creación de riqueza. Ante la imposibilidad (por lo reciente de la guerra y el clima internacional) de usar abiertamente la fuerza, el proyecto inmunológico debía sustentarse en un entramado político-legalista que por una parte diera la apariencia de ser al menos medianamente democrático mientras que, por la otra parte, garantizara la seguridad, protección y prosperidad de las élites y grupos allegados.
Es en este contexto que quizás debamos entender el juicio por genocidio a Ríos Montt, la suspensión de la juez Yasmín Barrios y, como lo titula El País, la defenestración de Claudia Paz y Paz, entre muchísimos otros sucesos cuyo horizonte es la dignidad individual e histórica. Para las élites económicas, políticas y militares, lo que está en juego no es la integridad u honorabilidad de una persona (de cualquier modo, Ríos Montt nunca fue muy de su agrado); lo que está en juego, más allá de la prebendas del poder político y económico, es más bien la continuidad y efectividad del sistema que les ha garantizado la inmunidad e impunidad (palabras no casualmente relacionadas) necesarias para no tenerse que ver en el espejo de la historia y reconocerse en su lado indigno, tórrido y abyecto.
Pero como suele ocurrir en algunas ocasiones dentro del mismo cuerpo humano, la actuación fantoche, desesperada, burda y francamente patética de la Corte de Constitucionalidad, el Tribunal de Honor del Colegio de Abogados y Notarios, y la Comisión de Postulación, pueden ser pensadas como sintomáticas de un sistema inmune que, dada su reacción excesiva y paranóica ante cualquier hecho o acción política que les recuerde el lado digno de los Acuerdos de Paz o niege la interpretación oficial de la guerra, empieza a dar muestras de irse tornando en una enfermedad autoinmune que, tarde o temprano, terminará por destruir aquello que debía proteger: la inmunidad, impunidad y privilegios de unos cuantos.
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