A que me observen. A las caricias. A desnudarme. A que vean mi sexo, mi cobardía asesina, mi deseo de matar cuando estoy en el tráfico y se atraviesa un conductor arrebatado. Miedo a saber que morirán mis parientes. A no saber por qué vivo. Ese miedo, más bien pánico, hace que me ardan las vísceras. Al rechazo, a decirle que la amo, a besarla sin titubeos y llevarla a caminar por el bosque. Miedo a saberme uno más, perdido en esta ciudad en la que nos matan a diario. Miedo a usar el celular e...
A que me observen. A las caricias. A desnudarme. A que vean mi sexo, mi cobardía asesina, mi deseo de matar cuando estoy en el tráfico y se atraviesa un conductor arrebatado. Miedo a saber que morirán mis parientes. A no saber por qué vivo. Ese miedo, más bien pánico, hace que me ardan las vísceras. Al rechazo, a decirle que la amo, a besarla sin titubeos y llevarla a caminar por el bosque. Miedo a saberme uno más, perdido en esta ciudad en la que nos matan a diario. Miedo a usar el celular en la calle. A que me hablen los mendigos. A ser un mendigo. A verle las manos ásperas y percudidas. Miedo a tomarme un trago, a no poder detenerme. Miedo a saber que debo trabajar y que eso implica venderme. Miedo a recordar aquel libro de El jugador, de Dostoyevski, cuando contaba que qué más daba la forma de ganarse la vida, que la motivación de un mercader es arrancarles dinero a los pobres que apenas pueden pagar y que no puede ser mejor el vendedor que el jugador de póker, a quien los demás, por su propia voluntad, le entregan sus monedas. Miedo a que no pasen las reformas legales y volvamos a ser lo que éramos en 2014, pero miedo también a jugármela por completo en un salto hacia un universo de cuchilleros. Miedo al que piensa distinto porque creo que solo me quiere joder. Miedo a los chaqueteros que tratan de persuadirme. Miedo a los idiomas que no conozco. Miedo a la historia sangrienta de mi país. Miedo a publicar esto porque hay tantos que lo hacen mejor y se la pasan escribiendo en lugar de andar de reunión en reunión. Miedo al olvido, pero, más que eso, a la vida. Al futuro inmediato, a tener hijos y a no lograr el dinero para mantenerlos. A no saber criarlos. A traerlos a un planeta en decadencia. A que sean adictos y a que sufran. Miedo a las consecuencias. A esos elotes comidos no pagados. Miedo a esa frase de Heidegger que nos martillaba el profesor: «¿Por qué es en general el ente y no más bien la nada?». Miedo a vos, que me leés y pensás que estoy loco. Miedo a la inseguridad en todos los calibres: emocional, social, sexual, económica. Miedo de que no pueda convencer a nadie de mi proyecto ecológico, miedo a que esos pisados que me odian me hagan otra campaña negra y miedo a lo que dirán mis parientes cuando vean que en los videos difamatorios dicen que soy un terrorista malparido que quiere acabar con las buenas costumbres. Miedo a que nunca pueda publicar un libro de cuentos por falta de tiempo, ganas o talento. Miedo a que no medite lo suficiente por estar metido en tanta cosa y a que vuelva otra vida más a este desierto de muladas. Miedo a no poder desapegarme de las posesiones. Miedo a no cumplir cierto mandato que me dice que debo impulsar cambios. Miedo a no conocer a Dios, a hacer mi voluntad, y no la de un poder superior. Miedo a no experimentar el vacío del que me hablan los textos ancestrales. Miedo a caer en tentaciones que conlleven largos procesos de sanación. Miedo a no saber qué comer. Miedo que estalla en miles de poros, en cada partícula de la existencia, como si fuera un pequeño cáncer que va creciendo con el tiempo y carcome todas las moléculas visibles e invisibles. Miedo a no poder transmitir lo que siento en este texto. Miedo a la envidia que a veces me late contra personas más estables. Miedo a que deje de lado mi recuperación. Miedo a perder el tiempo, a no graduarme de la u, a seguir insistiendo en una carrera que no me gusta tanto, a ser un viejo en una clase de veinteañeros. Miedo a que se caiga el cabello, a las arrugas, a la cana que tengo en el pelo. Miedo a largarme de esta cafetería hacia la ciudad despiadada. Miedo a vivir interminablemente.
Más de este autor