En realidad terminó prestándome la suya. Haciendo escala en Fráncfort le mando un whatsapp y le digo: «¡Este libro es un bombazo!». De ahí en adelante nos dimos a la tarea de organizar un conversatorio con uno de los autores, Julio Boltvinik.
No conocía personalmente a Boltvinik, pero su nombre y sus ideas me eran familiares desde el año 2002, cuando la Asociación de Universidades Confiadas a la Compañía de Jesús en América Latina (Ausjal) decidió diseñar e impartir el primer curso continental sobre pobreza. Una mente aguda y muy comprometida con el tema, que habla transmitiendo pasión y sentido de urgencia.
La publicación trata de dar respuesta a dos preguntas: por qué todavía hay campesinos en el mundo y por qué son pobres. Desde allí quedé enganchado y a medida que avanzaba pensaba en la enorme necesidad que tenemos de hablar de pobreza y de campesinos.
América Latina es una región dizque mayoritariamente urbana, con niveles de pobreza que se han estancado en los últimos años y con grandes, enormes, deficiencias en las instituciones que atienden la agricultura y a las personas que habitan el espacio rural. Pero sobre todo pensaba en Guatemala, país que casi ha maldecido la palabra campesino y la ha arrinconado en la esquina de términos peyorativos y politizados, que despiertan reacciones tan viscerales como irracionales.
Bien nos caería reabrir esa conversación, darle contenido y tratar de entender a ese sujeto tan vilipendiado como mitificado. Sujeto que ha quedado enterrado bajo eso que podríamos llamar los silencios de la ruralidad: el silencio narrativo, pues sabemos de sobra que la manera más efectiva de restarle importancia a algo es ignorarlo, dejar de hablar de ello, dejar de generar estadísticas y medirlo, hacer como que no existe; y el silencio institucional, que siempre es el espejo operacional de una narrativa, de un discurso político y social que ignora y mira convenientemente hacia otra parte.
La tesis central de la publicación gravita alrededor de la estacionalidad agrícola y las consecuencias que tiene sobre las condiciones de vida del campesino. Es decir, el ciclo de un cultivo, que solamente demanda trabajo una parte del año y obliga a buscar formas de generar ingresos complementarios en otras actividades. Y de la manera en que lo logra se derivan explicaciones de su pobreza, pero también de su supervivencia a lo largo del tiempo, a lo largo de la historia. Se trata entonces de entender y proponer formas de resolver la aparente contradicción entre la lógica del mercado, que tiende a organizarse en formas de producción homogéneas y continuas, y las formas de vida del campesino, que son diversas por naturaleza.
Como bien lo describe Armando Bartra, otro de los autores del libro: «... los mesoamericanos no sembramos maíz, creamos milpas. Son cosas diferentes. El maíz es una planta y la milpa un estilo de vida. El maíz plantado solo es algo monótono, mientras que la milpa es variedad: en ella, el maíz, los frijoles, los guisantes, las habas, la calabaza, el chile, las peras vegetales, los tomates silvestres, el amaranto, los árboles frutales, el nopal y la variada fauna que los acompaña se entremezclan [...] Ellos, en climas fríos, producen sus alimentos en plantaciones homogéneas, mientras que nosotros, cuando nos dejan continuar nuestra vocación agroecológica, los cosechamos en jardines barrocos».
Es muy importante recuperar perspectiva en la comprensión del campesino, sus formas de vida y su papel en el desarrollo de Guatemala. No hacerlo es seguir insistiendo en un relato incompleto, que ignora o esconde la realidad de este país: pobre, rural y muy desigual.
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