Apenas hay tres personas en la cola para ingresar. Esas pequeñas cosas que a veces suelen llenar de un extraño optimismo. “Cachamos buen lugar”. Una pequeña cornisa cubre la incipiente cola de la delgada y fría llovizna que le da la bienvenida a un nuevo día en el hospital público más grande del país.
Además de la fila de los que esperan un quirófano, también está la de los donadores de sangre. Ambas se mueven a un pequeño corredor con techo de lámina. La llovizna engrosa sus gotas y amenaza con volverse lluvia. El reloj avanza, son las seis de la mañana. Una de las personas en la fila es alguien que ya ha visitado varias veces el hospital. Los guardias le son familiares y asegura que el policía que abre la puerta está de vacaciones. Es muy enojado pero madrugador, comenta. Un tipo cumplido pero frustrado.
Parece que van a abrir un poco más tarde de la hora indicada. Los que intentan colarse encuentran el momento perfecto. La persona que abre llama al chico que vende aguas y chicles, lo deja al cuidado de la puerta. Ahora es el responsable de dar información a los que se acercan. Seguro es su forma de congraciarse para evitar que lo desalojen. Parece saber muy bien cómo funciona el proceso burocrático de filas, ventanillas y mostradores. La vendedora de atol también es una fuente de información. Así que a falta de enfermeras y personal indicado, para saber qué hay que hacer en un hospital, hay que dirigirse a los vendedores.
Llega la hora, la puerta se abre. Los tipos con intención de colarse logran su propósito. Hay que hacer otra fila. Otra espera. Entregar los documentos y esperar. En eso se va la vida en los hospitales. La mañana ha llegado. Un par de minutos bastan para que las bancas y pasillos se abarroten. También llegan policías. Cuando estos llegan a los hospitales siempre van acompañados de tipos que apenas logran caminar. Grilletes en las manos y en los tobillos. Generalmente van custodiados por dos policías. Entran varios de estos grupos de tres. Son el centro de atención.
Intentar comer en un hospital público es una cosa de gente con el estómago muy fuerte. El olor extraño suele a uno quitarle las ganas pero no el hambre. Pero no queda más que apretar. Finalmente empiezan a llamar a los pacientes. Con un cantadito que suele alargar las vocales finales. A veces es el nombre que uno espera, a veces el de la par. “Ya merito, ya merito”.
A las personas que llaman, que esta vez fueron cinco, les entregan batas y los mandan a cambiarse al baño. Un lugar con las paredes sucias, el mobiliario percudido y el piso mojado. Ya se sabe, tal como deben ser estos lugares. La guinda del pastel. Deben desvestirse por completo. Ya con las batas, se llevan a dos en silla de ruedas. Los demás deben caminar, las sillas no alcanzan para todos. El grupo se pierde lentamente por los pasillos. Parece una procesión de condenados y uno que solo logra verles las espaldas. Quién sabe que irán pensando, sí es que se puede pensar al estar a pocos pasos de entrar a un quirófano. “Ya casi, ya casi”. Tal vez.
Una enfermera llama a los familiares y les entrega la ropa y los zapatos con la suela aún mojada. Sucios zapatos, húmedos zapatos. Tristes zapatos. Tres señoras que ya se conocen platican entre sí. Empezaron casi juntas el proceso para lograr un lugar en los quirófanos del sistema de salud pública. De esto ya pasaron varios meses. Casi un año. Casi parece una reunión de terapias grupales. Esperan su turno para que las llamen.
Si los otros tuvieron que irse caminando porque se quedaron sin sillas de ruedas, a ellas no les dan batas para que se cambien en los baños, porque ya no hay camas. Les reprograman la cita. La operación anotada en sus documentos tendrá que postergarse. “Uhm, qué mala suerte”, pensarán.
Una de ellas es una anciana, le hace falta una mano y suspira. -Solo mi hijo se alegrará porque estaba enojado conmigo porque me iba a operar y decía que ahora quién le iba a cocinar… nos vemos, lo voy a ir a llamar… que no se preocupe. El hijo debió recibir esa llamada con mucho alivio y satisfacción.
El pasillo vuelve a quedar vacío, los vendedores somnolientos a ratos y a ratos observando. A veces, también vendiendo. Una de las señoras aprovecha para mostrarle a su hija dónde debe esperarla cuando la logren operar. Ella también ya sabe algo de estas cosas. Otro pasillo, rostros de personas recién operadas. Otras esperas, que les den el alta, que las lleguen a traer. 10:56 am.
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